Espiritualidad y preparación para la JMJ (X)

Espiritualidad y preparación para la JMJ (X)

El camino a la verdadera felicidad
(Sal 119,1-9)
Felices los que caminan en la perfección, que saben que no son perfectos y que viven en el esfuerzo de ser santos, los que andan en la ley del Señor (Mt 5,1-12). Felices los que guardan la vida del Señor con sus testimonios de vida, que con su ser y en su quehacer dan luminosidad a Dios, es decir le dan gloria a Dios, lo dan a conocer en su modo de vivir. Son los que con todo el corazón le buscan (Jer 29,13; Prov 8,17). Tú, Señor, encargaste que sean guardados tus mandamientos (Rom 10,15-21). Qué bueno que nos ayudáramos todos a ordenar nuestros caminos para guardar, cumplir los preceptos del Señor, en lo que a cada generación y a cada estado vocacional corresponda, así “no sería yo avergonzado, cuando atendiese a todos tus mandamientos” (Sal 119,6). Se alejaría toda pena, todo miedo y desconfianza, y nos daríamos a una verdadera participación y vivencia de la JMJ. Necesitamos formarnos espiritualmente para este acontecimiento. Te alabaré con rectitud de corazón cuando aprendiere tus justos juicios (Sal 119,7).
Hemos de ayudar a nuestros jóvenes a penetrar por la puerta del corazón para que una vez purificados nuestros sentimientos, recuerdos, afectos, actitudes y valores, nos topemos con Dios, y no perdamos el camino de la verdadera felicidad, “la de estar con Él”, la de acoger su venida e ir a su encuentro. Bastaría que les ayudemos a orar y llevar la vida junto al Salmo 119: “Dichosos los que siguen la ley del Señor”, y acompañándoles, claro está, con nuestro propio testimonio viviente del salmo, con el entusiasmo de quien ha hecho el camino que desea enseñar y que los jóvenes encuentren.
Mucho se habla de la felicidad y todos la buscamos. El mundo nos vende la idea de que es justo luchar por encontrarla. Cuando pensamos en el término felicidad pensamos en el estado de ánimo de una persona que se encuentra plenamente satisfecha por tener lo que desea o por disfrutar de algo bueno en un determinado momento o estado de vida. En la Biblia, sin embargo, el término “felices, dichosos” o “bienaventurados” se refiere a un tipo diferente de felicidad. Jesús llamó dichosos o felices a los pobres de espíritu, a los que lloraban, a los hambrientos de justicia, a los perseguidos (Mt 5,1-12), aun siendo evidente que aquellos que atravesaban estas condiciones no se sentían felices en el momento de aflicción. Aquí la felicidad tiene más relación con el estado posterior que con el estado presente de una persona. Dicho de otra forma, Jesús llamó felices a los pobres de espíritu (o con un corazón entristecido, dolido) no porque en el momento estaban compungidos y abrumados, sino porque sabía que su estado cambiaría hacia un estado pleno al alcanzar el reino de los cielos. Jesús no llamó felices a los que lloraban porque consideraba buena o dichosa su aflicción sino porque sabía que serían consolados y que entonces ese llanto cesaría.
El salmista (119) describe a una persona feliz como aquella que camina en integridad y no comete iniquidad, y más aún, admite estar consciente de que él mismo aún no había alcanzado esta perfección y exponía su deseo por lograr ese nivel de felicidad (bienaventuranza, -todo bueno). El salmista reconoce que, aunque conforme a la Palabra de Dios en Rom 3,23, todos pecamos y estamos destituidos de la gloria de Dios, también está la esperanza de que seremos perfeccionados hasta el día de la venida de Cristo.
La felicidad es más un camino o proceso que un estado momentáneo. Feliz es aquel joven que está caminando hacia aquello que le producirá un verdadero bienestar. Se prepara debidamente y se compromete desde ya a vivir el acontecimiento en lo que Dios le quiera regalar. En el sermón de las bienaventuranzas vemos que Jesús estaba más interesado en enseñarnos que la felicidad no depende de lo que poseamos en el momento sino de lo que vamos a llegar a poseer. El camino a la verdadera felicidad está en caminar poniendo los ojos en Jesús, el autor y consumador de nuestra vida y de nuestra fe (Heb 12,1).