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La alegría de la Navidad nos empuja a compartir con amor

La alegría de la Navidad nos  empuja a compartir con amor

En las palabras del salmo 2, podemos entender qué es la Navidad: “Tu eres mi hijo, hoy yo te he engendrado”, es decir que Dios se ha hecho uno de nosotros para que podamos estar con él, para que podamos llegar a ser semejantes a él.

Donde ha brotado la fe en aquel Niño, ha florecido también la caridad: la bondad hacia los demás, la atención solícita a los débiles y los que sufren, la gracia del perdón. Dios nos enseña así a amar a los pequeños. A amar a los débiles. A respetar a los niños. El niño de Belén nos hace poner los ojos en todos las personas que sufren y son explotados en el mundo, tanto los nacidos como los no nacidos. En los niños convertidos en soldados y encaminados a un mundo de violencia; en las personas que tienen que mendigar; en los que sufren la miseria y el hambre; en las personas carentes de todo amor. En todos ellos, es el niño de Belén quien nos interpela.

La luz de Belén nunca se ha apagado. Ha iluminado a hombres y mujeres a lo largo de los siglos, “nos sigue envolviendo en su luz”. No permitamos que esta llama luminosa, encendida en la fe, se apague por las corrientes frías de nuestro tiempo. Custodiémosla fielmente y ofrezcámosla a los demás.

Cuando celebramos la Eucaristía nos encontramos en Belén, en la “casa del pan”. Cristo se nos da, y así nos da su paz. Nos la da para que llevemos la luz de la paz en lo más hondo de nuestro ser y la comuniquemos a los demás; para que seamos artífices de paz y contribuyamos así a la paz en el mundo. Él se hizo pequeño: en la humilde apariencia de la hostia, de un pedacito de pan, Él se da a sí mismo.