La intercesión de Abraham en Mambré

Después que Dios decidió destruir a Sodoma y Gomorra, sintió que debía compartir esta decisión con su amigo Abraham por dos razones: Primero porque de Abraham iba a nacer un pueblo grande y poderoso, y todos los pueblos se bendecirían en su nombre. En segundo lugar, por su firme convicción de que Abraham cuidaría de que sus hijos y su estirpe guardaran el camino del Señor, practicando la justicia y el derecho, para merecer el cumplimiento de lo prometido. “Dijo, pues, el Señor: El clamor de Sodoma y Gomorra es grande, y su pecado gravísimo. Así que voy a bajar personalmente a ver si lo que han hecho responde a todo el clamor que ha llegado hasta mí, y si no, he de saberlo” (Gn18: 20-21).
Puesto en pie ante el Señor, Abraham plantea el problema siempre actual del sufrimiento de los justos con los injustos y a causa de ellos: “¿Así que vas a borrar al justo con el malvado?”, le dice a Dios. “Tal vez haya cincuenta justos en la ciudad. ¿Vas a borrarlos, sin perdonar a aquel lugar por los cincuenta justos que hubiere dentro?. Tú no puedes hacer tal cosa: dejar morir al justo con el malvado, y que corran parejas el uno con el otro. Tú no puedes. ¿El juez de toda la tierra va a fallar una injusticia?” (Gn18: 23-25).
En el planteamiento de Abraham palpita viva la inquietud por la responsabilidad colectiva, de hondo arraigo en el antiguo Israel. Aquí no se pregunta si los justos pudieran ser liberados individualmente, sino por su peso específico para liberar a toda una comunidad, como contrapeso a la acción de los malvados. En definitiva, se pregunta qué pesa más al juzgar a una comunidad: ¿ el testimonio de unos cuantos buenos o la maldad de muchos inicuos?. Tengamos presente que la doctrina de la responsabilidad individual no llegará a formularse sino a la altura de Dt,7:10; 24:16; Jr31:29-30; Ez14:12-14;18).
Abraham empieza indagando acerca del potencial salvífico de cincuenta justos, y va reduciendo la suma hasta detenerse en 10. Y la respuesta del Señor sigue siendo la misma: “No destruiré la ciudad si encuentro allí ese número de justos”. Es verosímil que idéntica respuesta hubiera suscitado la hipótesis de la existencia de un solo justo en la ciudad. En efecto, según Jr 5:1 y Ez 22:30, Dios perdonaría a Jerusalen, aun cuando no hubiera en ella más que un solo justo. También se puede aducir Is 53, donde el sufrimiento del único Siervo del Señor es el que salva a todo el pueblo.
En Gn.19, se describe la destrucción de Sodoma y Gomorra, en forma vívida. En este texto antiguo se destaca el carácter moral de la religión de Israel y el poder universal del Señor. La tradición evoca con frecuencia la terrible lección (Dt.29:22; Is1:9; 13:19; Jr49:18; 50:40; Am4:11; Sb10:6-7; Mt10:15; 11:23-24; Lc17:28-29; 2P2:6 y Judas 7).
El pecado contra la naturaleza era abominable para los israelitas, Lv18:22, y castigado con la pena de muerte, Lv20:13, pero se hallaba extendido en torno a ellos, Lv20:23. Ver Jc19:22-30.
La intercesión de Abraham en Mambré nos recuerda que la voluntad salvífica de Dios es universal. Dios no quiere la muerte del pecador sino que se convierta y viva (Ez18:23; 33:11). Se compadece de todos, porque todo lo puede, y pasa por alto los pecados de los hombres para que se arrepientan. Ama a todos los seres, y no aborrece nada de lo que ha hecho, pues si algo odiase, no lo habría creado. En efecto, ¿cómo subsistiría algo, si Dios no lo quisiera?; o ¿Cómo se conservaría, si Dios no lo hubiera llamado?. Dios, amigo de la vida, es indulgente con todas las cosas, porque son suyas (cf Sb11:23-26). Por eso, la Iglesia, desde siempre, odia el pecado, pero ama al pecador. Rechaza toda forma de homofobia, y afirma la altísima dignidad de toda persona humana.
La intercesión de Abraham en Mambré nos recuerda el potencial salvífico de los santos en una comunidad, y, sobre todo, la eficacia salvífica del Santo por antonomasia, Jesucristo nuestro Señor. Él es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo; el siervo de Dios inocente, que carga con los pecados de todos, y por eso, recibe una multitud en herencia. Por su obediencia hasta la muerte de cruz, ha recibido el título de Señor y Mesías, que sobrepasa todo nombre (cf Fil 2: 6.11).
Jesucristo, único salvador del mundo, comunica esta capacidad salvífica a su Iglesia, derramando sobre ella su Espíritu Santo. Ella anuncia la voluntad salvífica universal de Dios, y denuncia todo lo que la contradice, en los diversos ámbitos en que se desarrolla la vida de los hombres. Con la fuerza del Espíritu, debe ir al encuentro del mundo, para salvarlo. La Iglesia, santa y pecadora, misterio de comunión y misión, y sacramento de unidad, anuncia, celebra y testimonia el misterio pascual del Señor, para la salvación del mundo. Confiando en el auxilio y la presencia permanente de su Señor, debe perseverar hasta el fin en su misión.

Mons. Oscar Mario Brown / Obispo emérito de Santiago