La solidaridad cristiana

Siempre me llama la atención lo buena que es la gente en nuestro país, y esto se hace evidente en las diversas campañas para recolectar fondos para ayuda social. La filantropía, que se conoce como la tendencia a procurar el bien de las personas de manera desinteresada, algo muy cercano al altruismo, nos dice de un valor universal, que motiva a cada persona a ser solidario con el otro. Pero desde una visión cristiana el hacer el bien a los demás no puede quedarse en la sola filantropía, no podemos conformarnos con ser buenos. La explosión de emociones típica de la cultura actual ha generado un afán por hacer cosas que, tantas veces generan una “buena imagen”, pero que se ahogan en un mar de acciones seculares y conformistas, sin conexión con la vida misma de la gente, y sin afectar al sistema que genera dicha marginalidad y necesidad. La solidaridad en tono cristiano nos exige mucho más.
La razón de la diferencia está en lo que nos mueve a esa caridad: el Evangelio. Es desde el Evangelio que todo cobra sentido, son las Bienaventuranzas, una vida en clave de samaritano, que le otorga un valor diferente: no hacemos las obras de caridad por la imagen, la fama, o por proselitismo, lo hacemos por Amor a Jesucristo presente en el que pasa necesidad. Nuestra solidaridad, en consecuencia, jamás debe humillar, nunca será un derroche de cosas, no se inspira en una ideología, o busca exonerar impuestos; nuestra solidaridad no está determinada por lo que se tiene, eso nunca nos detiene, nuestra solidaridad no suple el actuar de Estado, es lucha por salvar al hombre de modo integral.
Un ejemplo de ello lo vemos en el apostolado penitenciario. Somos, ciertamente, uno de los tantos grupos que visitan las cárceles, y, a pesar de que no siempre se cuenta con el apoyo, llegamos para acompañar, sin cobrar diezmos, sin señalar quién puede participar o no, sin imponer, porque el que está privado de libertad, primero es mi hermano. El primer acto de solidaridad cristiana en una cárcel es ir desarmado, dejar que te toque la realidad del que está allí, palpar su tristeza, sentir su abandono, y mirarlo compasivamente, no con lástima, que sienta que no ha dejado de ser humano con una dignidad. No vamos a la cárcel a hacer juicios, a buscar prosélitos, vamos porque el Señor nos lo pide, a hacer lo que podamos, a luchar por aquellos que necesitan ayuda.
Las cárceles son para los que hemos hecho pastoral una gran escuela de humanidad. Personalmente, fue para mí la mejor escuela de mi sacerdocio. Allí no se va con grandes discursos, aprendes a esperar, a saber, que hay días difíciles, que allá el tiempo es corto, que importa lo esencial, allí se aprende a ser humilde, a creer en la obra de Dios en las personas. Grandes amigos dejé en la cárcel, por los que oro todos los días.
La obra de la Iglesia en las cárceles es cuestión de fidelidad evangélica, de coherencia apostólica. No es una pastoral de aplausos, ni de grandes eventos, no hay vestidos elegantes, es acompañar el dolor de la propia miseria humana, “tocar la llaga”. Es descubrir que los que están privados, pueden ser libres, y que nosotros que los señalamos y condenamos, tantas veces podemos tener un corazón peor. Las cárceles son tierra de misión, son esos lugares donde la Iglesia en salida debe llegar. En nuestras comunidades católicas hace falta mucho esto, no hay pastoral penitenciaria. No es excusa el que no se tenga un centro penitenciario cerca, se puede hacer tanto con las familias de los privados, se puede generar procesos de reinserción social, prevención del delito, etc. Me preocupan las comunidades tan entregadas a construir capillas del santísimo, enriquecer el templo y que no se ocupan de los pobres, recordemos que lo que nos juzgarán será si hemos amado, y en eso: “estuve en la cárcel y me visitaste”, será materia del examen de la vida.
Entonces, nuestra solidaridad cristiana no es mera publicidad, es una invitación a dar la vida, hasta que duela. Dejarla en repartir cosas es muy poco. Cuando un cristiano decide hacer algo bueno por otro, debe saber que lo que le hacemos al otro, es al mismo Jesús a quien se lo hacemos, que el amor es la clave que nos mueve. Ir a las cárceles no es una opción solidaria más, es siempre ir al Gólgota y estar con él, el abandonado, y no voltear la mirada, sin miedo, y con profunda ternura y coraje. Es tener un corazón samaritano. En la cárcel también descubrimos nuestra propia miseria y nuestras rejas que nos encarcelan, en sentirnos plenamente humanos y por ello instrumentos humildes de la gracia, que no podemos tirar ni la primera ni la segunda ni ninguna piedra. Es amar y creer en la esperanza.

Mons. Manuel Ochogavía Barahona, OSA / Obispo de Colón – Kuna Yala