La esperanza en la resurrección nos invita a mirar más allá del dolor presente, y a confiar en que la separación solo es temporal.
Por Frank Suárez/ @franksosterapias
La pérdida de un ser querido es una de las pruebas más duras que enfrentamos en la vida. No existe una fórmula única para sobrellevar el dolor, pues cada duelo es tan único como el vínculo que teníamos con la persona que ha partido.
La ausencia de un cónyuge, un padre, un hijo o una amistad profunda puede estremecer nuestros cimientos y hacernos cuestionar nuestra fe. Sin embargo, desde la mirada cristiana, el duelo también puede convertirse en un camino de transformación espiritual, donde el amor de Dios se manifiesta de forma consoladora y sanadora.
Reconocer el dolor, permitirnos sentir
En momentos de pérdida, la fe no niega el sufrimiento. Al contrario, nos recuerda que incluso Jesús, ante la muerte de su amigo Lázaro, lloró (cf. Jn 11,35). Llorar no es falta de fe, es una expresión humana y necesaria.
Hay quienes, por temor o por orgullo, se niegan a transitar el duelo, creyendo que “deben ser fuertes” o que ya es hora de “superarlo”. Pero lo cierto es que evitar el duelo no lo elimina, sino que lo posterga y puede hacerlo más profundo.
Saber que nuestros seres queridos ven a Dios, consuela profundamente los vacíos del corazón.
Aceptar nuestras emociones, hablar sobre lo que sentimos, llorar, y también buscar compañía son pasos importantes.
La tristeza, el desconcierto, la soledad o incluso el enojo son válidos. Ignorarlos puede afectar nuestra salud emocional y física. Cuidarnos a nosotros mismos es parte fundamental del proceso: el dolor mal gestionado puede llevarnos al aislamiento, a la desesperanza e incluso a conductas autodestructivas.
Por eso, “cuidarse” también es un acto de fe.
Consuelo en la oración
La oración nos mantiene unidos al Padre Eterno, incluso cuando nos sentimos rotos. Es ahí donde el alma encuentra reposo. En medio de las lágrimas, la oración nos recuerda que no estamos solos y que la muerte no tiene la última palabra. Jesús nos prometió: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá”, (Jn 11,25).
Esa promesa es el pilar que sostiene la esperanza cristiana. La muerte no es un final, sino una puerta hacia la vida eterna.
Saber que nuestros seres queridos están contemplando el rostro amoroso de Dios puede llenar de consuelo los vacíos del corazón.

Recomendaciones para vivir en clave de fe
- Acérquese a la Eucaristía, a la confesión y a la oración. Son fuentes de gracia y consuelo en medio del dolor.
- Escriba lo que siente. Llevar un diario puede ser una forma eficaz de drenar emociones y entender el proceso.
- Realice actividades físicas o caminatas al aire libre. Conectarse con la creación también ayuda a sanar el alma.
- Evite recurrir a sustancias nocivas para calmar el dolor. En su lugar, cuide su alimentación y descanso.
- Retome, poco a poco, sus actividades cotidianas. No como evasión, sino como una manera de integrarse nuevamente a la vida, acompañado por la fe y por los que le rodean.
Una mirada hacia la eternidad
Nuestra patria definitiva está en el Cielo. Mientras tanto, honramos a quienes amamos viviendo con propósito, amando al prójimo, ofreciendo nuestros dones y manteniendo la mirada fija en Cristo.
Este Domingo de Pascua, cuando celebramos la victoria de Jesús sobre la muerte, se nos recuerda que el amor no muere, que la cruz no es el final, y que la tumba vacía es el testimonio más poderoso de esperanza.
Que esa verdad nos anime a vivir nuestro duelo no como una derrota, sino como un camino de fe hacia el reencuentro eterno.