Más allá de galeones y reglamentos, fueron los misioneros quienes abrieron las puertas de la fe cristiana en América. Así lo relata Antonio Sánchez-Barriga Fernández en su ensayo “Galeones, marinos y capellanes”.
Por Antonio Sánchez -Barriga Fernández
Fray Tomás de la Torre, fraile dominico del convento de Salamanca, profesó en 1533 y fue uno de los religiosos reclutados por fray Bartolomé De las Casas cuando este fue nombrado obispo de Chiapas en 1545.
Con notable habilidad para la escritura, dejó testimonio de su travesía en el Diario de viaje: De Salamanca a Ciudad Real de Chiapas, donde narró el duro camino de los primeros misioneros que cruzaron el océano para evangelizar las Indias.
El grupo partió a pie desde Salamanca el 12 de enero de 1544 y, después de 33 días y 470 kilómetros recorridos, llegó a Sevilla. Allí debían tramitar permisos en la Casa de Contratación de Indias, ya que solo podían embarcarse religiosos con autorización y destino específico.

Los frailes estaban exentos del pago de pasaje, privilegio reafirmado por Felipe III en 1607. En el siglo XVI, el costo de un viaje a Tierra Firme rondaba los veinte ducados, incluyendo comida, equipo y transporte. El trayecto hasta Santo Domingo duraba unos 45 días, con escalas en Canarias.
A bordo, los religiosos compartían la dureza del viaje con los marinos: hambre, mareos, sed, suciedad y tormentas. Muchos no sobrevivían. Fray Tomás describió cómo, en medio de tempestades, los frailes eran usados, incluso, como lastre para equilibrar la nave.
Ante los peligros del mar y los ataques de piratas, se crearon convoyes protegidos por barcos de guerra, financiados con el impuesto de Avería. Desde 1649, Felipe IV reguló las fechas de salida y las rutas de los galeones, que conectaban Sevilla con Cartagena, Portobelo y Nueva España.
Cada expedición contaba con una oficialía naval que incluía un capellán, figura clave en la vida espiritual de la tripulación.
El capellán debía oficiar misa los domingos y festivos, enseñar el catecismo y asistir a los enfermos y moribundos. Carlos III ordenó que registraran nacimientos, fallecimientos y entierros, anotando lugar y circunstancias. En combate, permanecían junto al cirujano bajo cubierta, brindando consuelo espiritual a los heridos.
Alonso de Andrade, en El buen soldado católico y sus obligaciones (1642), recomendaba su selección cuidadosa, insistiendo en su virtud y disciplina. Don Juan de Austria exigía que fueran hombres ejemplares, con facultad papal para administrar los sacramentos a bordo.
La Recopilación de leyes de 1680 estableció que en los castillos alejados una legua de la ciudad, debía asignarse un sacerdote con salario de 130 pesos anuales, igual al de un soldado. Así se aseguraba la presencia pastoral, tanto en el mar como en tierra firme.

Más allá de reglamentos y convoyes, fueron aquellos misioneros, armados solo con su fe, quienes sembraron las primeras semillas del cristianismo en América. Su labor no se limitó a celebrar misa, sino que acompañaron, consolaron y defendieron la dignidad humana en medio de la adversidad.
Su legado enlaza con voces proféticas como la de Fray Antón Montesino, quien en 1511 denunció los abusos contra los indígenas con palabras que aún resuenan:“¿Con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre a estos indios? […] Éstos, ¿no son hombres? ¿No tienen ánimas racionales?”.
Los capellanes de los galeones no fueron figuras decorativas, sino verdaderos pastores en alta mar. Su misión consistió en sostener la fe, ofrecer esperanza y anunciar el Evangelio entre tempestades y sacrificios.
Hoy, en Panamá y en toda América Latina, muchas de las semillas que ellos plantaron siguen dando fruto en comunidades vivas, templos y obras misioneras que continúan iluminando el horizonte de la fe.
Datos:
- Junto al cirujano, el capellán estaba preparado para asistir a los heridos y dar los últimos auxilios espirituales a moribundos.
- Capellán de navío: misionero, guía espiritual, confesor y custodio de la fe entre tormentas, combates navales y muertes a bordo.
