En la raíz de la pérdida de la esperanza está el intento de hacer una vida sin Dios y sin Cristo. Esta forma de pensar ha llevado a considerar al hombre y las cosas materiales como el centro de todo y este olvido de Dios ha conducido al abandono del hombre, a descartar, abortar, vender, explotar y asesinar a los más débiles. Pero, en medio de los problemas, de las desilusiones y desesperanzas de nuestra época, los cristianos permanecen fieles al misterio de Cristo Resucitado, que murió en la cruz, fue depositado en el sepulcro y después resucitó, por eso “brilla para nosotros la esperanza de la feliz resurrección, la promesa de la futura inmortalidad” y estamos alegres, ya que como nos dice san Pablo: “la muerte ha sido devorada en la victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?” (1 Cor. 15, 54-55).
Reconocemos que Dios es un Dios cercano, que camina a nuestro lado y se nos manifiesta como a los discípulos de Emaús (Lc. 24) en su camino de desaliento, pero en el camino de la vida nadie está solo, y para nosotros los cristianos, esta certeza es aún más fuerte, pues las palabras de Jesús: “Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”, nos aseguran que Él nos cuida y nos acompaña siempre, Él no nos abandona, por eso nuestra esperanza es siempre y esencialmente también esperanza real, que se abre al prójimo; sólo así es realmente esperanza también para mí. Como cristianos, nunca deberíamos preguntarnos solamente: ¿Cómo puedo salvarme yo mismo?, ¿cómo puedo ser feliz? Deberíamos preguntarnos también: ¿qué puedo hacer por mi prójimo para que se salve y sea feliz?