Toda vocación y tiempo está
al servicio de la santidad.
“La santidad no consiste en tal o cual práctica, sino en una disposición del corazón (alma), que nos hace humildes y pequeños en los brazos de Dios, conscientes de nuestra nonada y confiados hasta la audacia en la bondad del Padre” (Santa Teresita).
La santidad es intimidad con Dios, es imitación de Cristo en todo su ser y quehacer, es amor sin reserva a las almas y donación al verdadero bien, es amor a la Iglesia que es santa y nos quiere santos, porque tal es la misión que Cristo nos ha confiado (Lev 19,2; 1Pe 1,16). Jesús llama a los Apóstoles para que estén con Él (Mc 3,14) en una intimidad realmente privilegiada (Lc 8,1-2; 22,28). A los sacerdotes no sólo los hace partícipes de los misterios del Reino de los cielos (Mt 13,16-18) sino que espera de ellos una vida santa, con una fidelidad más alta y acorde con el ministerio apostólico al que le llama. A los que optan por la vida consagrada los llama como modelo de un trato más cercano a Dios en medio del mundo, a ser personas comprometidas a vivir la santidad de Dios, llevando un compromiso de vida semejante al del Cristo, transmitiendo paz, tranquilidad, sentido de vida, felicidad y alegría de estar con Él y en Él, en todo lo que se vive. Las vocaciones a estos estados de vida son dones preciosos y necesarios, que atestiguan el seguimiento de Cristo en todo su ser, el testimonio del primado absoluto de Dios y el servicio a la humanidad en el estilo del Redentor, viviendo a tiempo completo en ofrenda a la santidad del pueblo de Dios. Son vocaciones esenciales para la vida y la santidad de la humanidad, y privilegiadas para la vida espiritual.
La llamada a la vida matrimonial y familiar es fuente de vocaciones sacerdotales y religiosas y pozo de espiritualidad, donde se alimenta o sufre la santidad del pueblo de Dios, según el estado en que lo estemos asumiendo. Aquí el amor santo de los esposos, la armonía de la vida familiar en la relación de padres con los hijos, el espíritu de fe con el que se afrontan los problemas y necesidades ordinarias de la vida, la apertura a los otros, sobre todo a los más necesitados en el mismo hogar, constituyen el ambiente adecuado para la escucha de la llamada divina a la santidad, y para una generosa respuesta de parte de los hijos al servicio de la Iglesia y de la sociedad en la llamada que Dios les dirija.
La santidad cuaresmal y pascual nos ha de llevar a todos, sacerdotes, religiosos y laicos, a orar al dueño de la mies para que envíe operarios a su mies en todas las vocaciones (Mt 9,38; Lc 10,2), y a todos los servicios por vocación en la sociedad. Que todos, siendo uno, lleguemos a ser “verdaderas escuelas de oración y santidad”, capaces de educarnos unos a otros en el diálogo con Dios, y abrirnos más al amor con que el Padre ha amado tanto al mundo hasta mandar a su Hijo unigénito como víctima de santificación (Rom 5,8; Jn 3,16). Así las familias desprendiéndose de los hijos que el Señor llame al servicio del Reino; así los hijos, en amor a Dios y a la humanidad atendiendo la voz de Dios que les llama, y hagan de sus vidas una ofrenda en bien de sus prójimos: “Ven y sígueme” (Mt 4,19; 19,21; Jn 1,35; 21,22).
La llamada a la santidad
es de todos y para todos
La santidad de Dios es el principio, la fuente de toda santidad, es plenitud de la vida cristiana y perfección de la caridad, y se realiza en la unión íntima con Cristo. El camino de santificación del cristiano pasa por la cruz, y tiene su cumplimiento en la resurrección final de los justos, cuando Dios sea todo en todos. La cuaresma en todo lo que en ella hacemos memorial, nos invita a vivir “como conviene a los santos” (Ef 5,3), a revestirnos “como conviene a los elegidos de Dios, santos y predilectos” (Col 3, 12). Cada uno en nuestra vocación estamos llamados a llegar a ser lo que somos en Cristo, santos, en obediencia hasta la muerte, en lo que esté pidiendo en tu interior santificación personal y para el mundo (Fil 2, 7-8), y una obediencia en el amor, como “vínculo de la perfección y plenitud de la ley (Col 3,14), que gobierna todos los medios de santificación, los informa y los conduce a su fin” (LG, 42).