En marzo de 1983 participamos de un fin de semana del Encuentro Matrimonial Mundial. Entonces teníamos 16 años de matrimonio, bendecido con cuatro hijos adolescentes, realmente convencidos que nuestra familia y matrimonio encajaban perfectamente en lo que esperaban de nosotros la familia y la sociedad.
Los años han transcurrido más de prisa que lo que hubiéramos querido. Desde ese día, nuestro sacramento salió enriquecido, fortalecido y, sobre todo, lleno de esperanza, lo que nos permitió seguir enamorados y disfrutar nuestra relación por 34 años más.
¿Qué aprendimos ese fin de semana? A dialogar, a conocernos más profundamente, a confiar más, a escucharnos y perdonarnos. Fuimos aprendiendo a aceptarnos tal como somos, con defectos y cualidades. No quiere decir que desde entonces no discutimos. Las diferencias aparecen cada día, pero contamos con herramientas para dirimirlas, por ejemplo, tras una pelea o divergencia de opinión. Ha existido la certeza que pese a ello no dejamos de amarnos, sólo nos hemos enojado. Algo natural en una pareja. Ambos tenemos ese derecho, por ser diferentes. Eso sí, tratamos que nuestra relación esté por encima de que uno de los dos se atribuya tener la razón.
Les compartimos un secreto, que nos ha ayudado, no sólo a nosotros sino a la relación con nuestros hijos: tratar de ver en el otro sólo cualidades.
Los defectos no tienen que ser sacados a colación cada vez que surja la confrontación. Esos, cada uno los sabe.