Es consolador pensar que el Padre decide salvarnos enviando a su Hijo, como envió a Moisés a sacar a su pueblo de la esclavitud, a salvarnos de la opresión del pecado. Decide encarnarse El mismo, haciéndose igual a nosotros, en todo menos en el pecado, para caminar con nosotros, asumirnos como hermanos y presentarnos ante el Padre como sus hijos; hijos en el Hijo.
Hay dos tiempos en esta realidad salvadora. 1) Jesús, como revelador del Padre. En su vida y existencia histórica Jesús nos revela al Padre y es entonces que el Padre mismo nos asume como sus hijos queridos y amados para siempre. 2) En otro momento, Jesús nos asume y nos une a Él. Después de su muerte y resurrección, Cristo nos asume, por la fuerza del Espíritu y nos une a Él como miembros de su cuerpo, unión íntima e inseparable y así, nos presenta al Padre como hostias puras e inmaculadas, dignas de su amor y acogida, no por nuestros méritos sino por su voluntad Redentora. Rom.12:15; 1ª.Cor. 10:17 y otros textos. (Son como dos tiempos de una misma sinfonía)
En la Eucaristía, celebramos el memorial de esta realidad salvadora de forma admirable; misterio que se hace presente cuando después de la consagración del pan y el vino, el sacerdote eleva la hostia y el cáliz de salvación: “por Él, con Él y en Él, a ti Dios Padre Omnipotente, todo honor y toda gloria, por los siglos…”. Oración perfecta, un momento de la eternidad en el tiempo, en que celebramos, adoramos y agradecemos nuestra salvación, al ser presentados al Padre, juntamente como su amado Hijo, como hostias puras e inmaculadas.
Escuchemos con atención al Señor que nos susurra al oído, de forma silenciosa y amorosa: “qué más pude hacer por ti que no haya hecho”. Te introduje a una nueva realidad, a una nueva vida, a un mundo nuevo, abrí a ti el corazón del Padre.