El dogma de la Asunción de María en cuerpo y alma a los cielos fue definido apenas el 1 de noviembre de 1950, por el papa Pio XII. Sin embargo, tiene honda raigambre en el sentido de la fe del Pueblo de Dios, pues a partir del siglo II, hallamos en los padres el tema del nexo de Marïa- nueva Eva con Cristo- nuevo Adán, en la lucha contra el diablo, que termina en la victoria total sobre este. En efecto, en el Protoevangelio (Gn 3:15), se anuncia que la estirpe de la mujer vencerá al seductor. La mujer aquí significa el Pueblo de Dios o la Iglesia, pero la liturgia aplica tradicionalmente este texto a María, tipo y figura de la Iglesia.
Se trata de una victoria, ante todo, sobre el pecado y la muerte, vencidos totalmente por Cristo con su misterio pascual (Rom 5 y 6; Icor 15:21-26;54-57). Los cristianos, empero, participan ya sacramentalmente en esta victoria, mientras aguardan la Pascua definitiva (ICor 15:54).
La fe pascual de la Iglesia está firmemente persuadida de que la victoria de su cabeza, Jesucristo, es ya la victoria de su cuerpo, y que el pequeño rebaño debe llegar adonde ha llegado su sublime pastor. Por eso, a la vez que aguarda la Parusía de su Señor, va a su encuentro con las actitudes propias del Adviento: vigilancia, esperanza activa, penitencia y conversión.
En María, hija predilecta de la Iglesia, concebida sin pecado original por los méritos de su Hijo, la primera redimida y madre del Redentor, asociada a su misterio pascual, la Iglesia ya ha llegado a la perfección, por lo que se presenta sin mancha ni arruga. María murió como todos los mortales y el mismo Hijo de Dios, pero no experimentó la corrupción del sepulcro, como tampoco Cristo, pues el Padre lo elevó a su presencia, y lo sentó a su diestra (Hch 2:31; 13:35-37; sal 16:9-10). Dios ha exaltado del mismo modo a María, al glorificarla en cuerpo y alma. El “sensus fidei” del pueblo cristiano así lo percibió tempranamente, y lo celebró en la fiesta de la “Dormisión de María”, desde el siglo VI, en Jerusalén, y luego en Roma, a partir del s. VII, con el nombre de “Asunción de Santa María. Y es que la Iglesia celebra en la liturgia la fe que profesa y vive: La “lex orandi” expresa la “lex credendi”. La liturgia nos remite al Credo.
“Sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que lo aman; de aquellos que han sido llamados según su designio. Pues a los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera él el primogénito entre muchos hermanos; y a los que predestinó…los llamó; y a los que llamó…los justificó; a los que justificó…los glorificó (Rom 8:28-30). Esta sentencia se cumple plenamente en María, la primera redimida, al aplicársele anticipadamente los méritos de la pascua de su Hijo, en su inmaculada concepción. Arca de la nueva alianza, María supo responder con fe y obediencia a Dios durante toda su vida mortal. Por eso, al término de la misma fue llevada a la gloria por el que “derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes” (Lc 1:52); “levanta del polvo al desvalido, alza de la basura al pobre, para sentarlo con los príncipes, los príncipes de su pueblo, (y) a la estéril le da un puesto en la casa, como madre feliz de hijos”. “(sal 113). María canta esta gloria de Dios en el Magnificat, como acabamos de ver. En ella, precisamente, se cumple el máximo abatimiento de Dios para la suprema elevación del hombre: La Encarnación, que hace de María, madre de numerosos hijos, en la casa de Cristo, la Iglesia.
María es dichosa en su vida mortal, porque cree en el cumplimiento de los designios de Dios (Lc 1:45). Su asentimiento en la Anunciación crece y madura hasta el dia de su muerte. Bajo el influjo del Espíritu Santo, refleja ya en vida la gloria del Señor, como en un espejo, en forma progresiva, hasta alcanzar la cima con la muerte, libre de la corrupción del sepulcro (cf 2Cor 3:17-18). Para los que creemos en Dios la vida no termina, y cuando se deshace nuestra morada terrena, adquirimos una mansión eterna en el cielo (I Prefacio de difuntos). Sin embargo, en María, no se deshace el tabernáculo que acogió, cobijó y nutrió al Hijo del Altísimo, al entrar en el tiempo. Este no desaparece al pasar a la eternidad, sino que ratifica su plena participación en la victoria de Jesucristo sobre el pecado y la muerte (I Cor 15:22-28), y permanece incorrupto.
Dios Padre es el artífice de la glorificación de María, y ella goza reconociendo este protagonismo, como acontece en todos los cánticos bíblicos, como el epinicio de Moisés, en el Éxodo (Ex 15:1-4, 8-18). En ellos, se destaca la conducta diversa de Dios hacia el débil y oprimido con respecto al poderoso. Este proceso culmina en el misterio pascual del Hijo de Dios. Jesús es la piedra desechada por los arquitectos, que se convierte en piedra angular (sal 118). Rechazado por sus enemigos, es acreditado por Dios con obras portentosas, en vida, y con el milagro de la resurrección. Por su obediencia de siervo inocente o cordero inmolado es constituido como señor y mesías (Flp 2: 6-11). Por la cruz, llegó a la gloria. La solemnidad de la Ascensión o glorificación del Señor destaca esta victoria y nuestra esperanza de compartirla. Por eso decimos que “la ascensión de Cristo es ya nuestra victoria, y él que es la cabeza de la Iglesia, nos ha precedido en la gloria a los que somos llamados como miembro de su cuerpo.” (Colecta de la ascensión).
De igual manera en la Asunción, María es glorificada por su fidelidad hasta la muerte como sierva obediente a los designios de Dios. La Iglesia espera compartir este destino de su hija predilecta. Por eso, le dice al padre: “porque te has complacido, Señor, en la humildad de tu sierva, la virgen María, has querido elevarla a la dignidad de madre de tu hijo, y la has coronado este día de gloria y esplendor. Por su intercesión, te pedimos que a cuantos has salvado por el misterio de la redención nos concedas también el premio de tu gloria.” (colecta de la vigilia). Y explica la razón de su esperanza: María “es figura y primicia de la Iglesia que un día será glorificada, ella es consuelo y esperanza de tu pueblo, todavía peregrino en la tierra. Con razón no quisiste, Señor, que conociera la corrupción del sepulcro la mujer que por obra del espíritu concibió en su seno al autor de la vida, Jesucristo, Hijo tuyo y señor nuestro.” (Prefacio de la solemnidad).
Mons. Oscar Mario Brown / Obispo emérito de la diócesis de Santiago