La familia, como comunidad educadora fundamental e insustituible, es el vehículo privilegiado para la transmisión de los valores religiosos y culturales que ayudan a la persona a adquirir la propia identidad. Fundada en el amor y abierta al don de la vida, la familia lleva consigo el porvenir mismo de la sociedad; su papel especialísimo es el de contribuir eficazmente a un futuro de paz.
Esto lo podrá conseguir la familia, en primer lugar, mediante el recíproco amor de los cónyuges, llamados a una comunión de vida total y plena por el significado natural del matrimonio y más aún, si son cristianos, por su elevación a sacramento; lo podrá conseguir además mediante el adecuado cumplimiento de la tarea educativa, que obliga a los padres a formar a los hijos en el respeto de la dignidad de cada persona y en los valores de la paz. Tales valores, más que “enseñados”, han de ser testimoniados en un ambiente familiar en el que se viva aquel amor oblativo que es capaz de acoger al otro en su diversidad, sintiendo como propias las necesidades y exigencias, y haciéndolo partícipe de los propios bienes. Las virtudes domésticas, basadas en el respeto profundo de la vida y de la dignidad del ser humano, y concretadas en la comprensión, la paciencia, el mutuo estímulo y el perdón recíproco, dan a la comunidad familiar la posibilidad de vivir la primera y fundamental experiencia de paz. Tal amor, por lo demás, no es una emoción pasajera sino una fuerza moral intensa y duradera que busca el bien del otro, incluso a costa del propio sacrificio.
Además, el verdadero amor va acompañado siempre de la justicia, tan necesaria para la paz.