Las universidades católicas, no son un accidente en la historia de la Iglesia o un negocio, sino espacios para formar creyentes y, al mismo tiempo, buenos ciudadanos, (proponiendo y nunca imponiendo). En los últimos años, muchas voces han pedido que no se diluya su identidad, alineándose con ideologías que rechazan sin el más mínimo reparo la doctrina cristiana. Por ejemplo, premiando a figuras icónicas contrarias a la cultura de la vida. Cuando se pierde de vista su razón de ser, y de ser una institución original, profética, actual, fiel al magisterio eclesial, se convierte en una estructura muerta. En palabras coloquiales, “una más del montón”.
Es verdad que algunas universidades se encuentran en países cuya legislación choca con el pensamiento católico, lo cual, les lleva al conflicto de no saber claramente cómo responder a todo aquello. Surgen los choques, las etiquetas, el miedo a perder matrícula, etcétera; sin embargo, en una sociedad diversa, multicultural, en la que además está protegido el Derecho Humano de la libertad religiosa, no debe perder su sello característico: Creer y pensar. Dos verbos que, lejos de violar los parámetros constitucionales, encajan en todo país moderno, sin poner en riesgo la necesaria separación entre la Iglesia y el Estado, separación que, de hecho, debe favorecer también que la primera pueda tener una idea distinta al segundo y proponerla, no desde la ideología, sino a través del diálogo académico, así como las prácticas profesionales.
Entonces, ¿qué quiere decir creer y pensar en el marco de toda universidad católica? Creer, hace referencia a la práctica de la fe: oración, sacramentos y buenas obras. Es necesario ofrecer espacios pastorales adecuados al contexto de los estudiantes. Pensar, tiene que ver con la ciencia, el desarrollo de la cultura, pero incluye elaborar una crítica constructiva del pensamiento dominante.