Aun cuando la Sagrada Escritura está en el centro de nuestras prácticas de fe, es la Persona de Cristo quien nos mueve y sustenta en todo momento.
Monseñor Rafael Valdivieso M.
La expresión “Palabra de Dios” no se refiere a algo escrito, sino a alguien Vivo: Jesús de Nazaret. En la Exhortación Apostólica Verbum Domini, el siempre recordado Papa Benedicto XVI explicó con claridad esto: “Jesucristo, nacido de María Virgen, es realmente el Verbo de Dios que se hizo consustancial a nosotros. Así pues, la expresión ‘Palabra de Dios’ se refiere aquí a la persona de Jesucristo, Hijo eterno del Padre, hecho hombre”.
En cada página de la Biblia, el mensaje, la historia y su idea fuerza, es una: Cristo.
Es cierto que es un rico documento de documentos, en el que florecen muchos personajes y se tejen cientos de historias en torno a un Dios que sale al encuentro, pero no hay que distraerse: toda la intervención de la Providencia llega a su plenitud en el misterio de la encarnación, muerte y resurrección del Hijo de Dios.
Resulta interesante que la composición misma de la Sagrada Escritura, antes de ser libro, fue vida. Se trata de la experiencia del Pueblo de Dios, sus luces y sus sombras, y de la reiterada búsqueda amorosa de Dios que sale al encuentro de sus hijos extraviados y confundidos. Fue luego de vivida, que esta experiencia se convirtió en tinta y pergamino, inspirada por Dios.
Por eso, recitemos con el apóstol Juan la verdad que comunica en su Evangelio: “Os anunciamos la vida eterna que estaba con el Padre y se nos manifestó. Eso que hemos visto y oído os lo anunciamos para que estéis unidos con nosotros en esa unión que tenemos con el Padre y con su Hijo Jesucristo”, (1 Jn 1,2-3).