Por José Ramírez
«Ya no los llamo siervos, los llamo amigos», (Jn, 15,15).
Quien encuentra un amigo, encuentra un tesoro. La amistad significa respaldo. Son amigos los que tienden su mano sin condición. Esos que nos aman por lo que somos.
Son pocos los que entran en esta categoría. Sin embargo, existe una amistad perfecta. Aquella infalible que se adapta a nuestra esencia sin distinciones. No es utópica: es aquella con ese Cristo amigo que se abajó a la condición humana para subir al Madero y demostrar su amor por el género humano.
Ninguna persona puede igualar esta amistad. Decía Santa Teresita de Lisieux:
«Mi corazón sensible y cariñoso se hubiera entregado fácilmente si hubiera encontrado un corazón capaz de comprenderlo. Intenté trabar amistad con algunas niñas de mi edad, sobre todo con dos de ellas. Yo las quería, y también ellas me querían a mí en la medida en que podían. Pero, ¡ay, qué raquítico y voluble es el corazón de las criaturas!
Todo esto lo considero como una gracia, pues Dios, que quería mi corazón sólo para Él, escuchaba ya mi súplica, «cambiándome en amargura todos los consuelos de la tierra.».
Uno de los mayores regalos que nos da ese Dios amigo es el llamado a la vocación. Tal como ese obsequio que una vez desenvolvimos con alegría, porque era justo lo que esperábamos, el descubrir para qué fuimos creados es un presente hecho a nuestra medida, para vivir la vida en su máxima potencia.
Como todo buen regalo, requiere de compromiso para cuidarlo.
¿Te atreves tú también, a regalar a Jesús un Sí de vuelta sin condición, como hacen los verdaderos amigos?