Desde 1970, esta familia peregrina el mes de octubre hasta el Santuario del Cristo Negro. Poco a poco, han hecho de su fe un legado que se hereda con amor, de generación en generación.
Karla Díaz
Cada octubre, el pequeño poblado de Portobelo despierta a su fiesta más grande, la celebración del Cristo Negro, una de las expresiones de fe más profundas y arraigadas de Panamá.
Miles de peregrinos llegan desde distintos puntos del país, algunos descalzos, otros vestidos con túnicas moradas, muchos cargando cruces o velas encendidas. Todos convergen en un mismo objetivo: dar gracias y renovar su fe ante la imagen morena del Nazareno, ese Cristo de mirada serena que, desde hace siglos, acompaña las alegrías y dolores del pueblo colonense.
Entre los rostros que se mezclan con los rezos, lágrimas y cantos, algunos reflejan toda una vida de devoción. La familia Torres lleva más de cincuenta años peregrinando a Portobelo, acompañando al más longevo de la familia, don José Luis Torres, quien, a pesar de sus limitaciones físicas, mantiene intacto el fervor de su juventud.

Una promesa que comenzaron en los años 70
“Yo empecé a venir cuando era novia de mi esposo”, recuerda doña Vilma de Torres. “Él ya venía desde joven, cuando no había transporte. Me contaba que tenían que cruzar ríos, caminar por trillos, pasar horas bajo el sol o la lluvia, pero nada los detenía. Y cuando me invitó por primera vez, sentí que era algo más que una tradición; era un encuentro con Dios”.
Desde entonces, cada octubre se ha convertido en una fecha sagrada para la familia. Con el paso de los años, la promesa se volvió una herencia espiritual; sus hijos, y ahora también sus nietos y bisnietos, acompañan el recorrido, cumpliendo la manda que sus padres comenzaron hace más de medio siglo.
“Él me ha sostenido en mis pruebas”
Don José Luis Torres, su esposo y compañero de todas las peregrinaciones, señala que aunque hoy camina con dificultad, su presencia en el santuario sigue siendo fiel e inquebrantable.
“El Cristo Negro me ha dado fuerza en los momentos más duros. Cuando la salud me ha fallado, Él ha estado conmigo. No tengo palabras para explicar todo lo que ha hecho por mí y por mi familia. Cada paso que doy hacia este santuario, es un acto de agradecimiento”, dice con la voz entrecortada.
La familia Torres ha convertido la peregrinación en una experiencia que une generaciones. Sus tres hijos y cinco nietos participan activamente en la caminata hacia Portobelo. Algunos portan velas, otros ayudan a los mayores a subir las gradas del santuario. Todos, sin excepción, se arrodillan ante la imagen del Cristo.

La familia Torres no solo representa una historia particular, sino la perseverancia, que mantiene viva la fe.
“Queremos que los niños crezcan con este amor por el Cristo Negro”, comenta Ishka Ortega, nuera de la familia. “En casa hablamos de lo que significa tener fe, de confiar, de agradecer. Esta tradición no solo nos une como familia, también nos enseña a vivir con esperanza. En tiempos en que todo va tan rápido, este día nos recuerda lo esencial”, concluye.
Durante estos días, el Santuario del Cristo Negro o Iglesia de San Felipe se convierte en el corazón palpitante del pueblo. Allí se celebran eucaristías, procesiones y actos de penitencia. Muchos fieles llegan descalzos o vestidos de nazarenos, cumpliendo promesas por favores recibidos. Otros simplemente buscan consuelo, sanación o esperanza.
