Amigo lector, en una ocasión el sacerdote de mi parroquia definía el amor de Dios como un amor laborioso, porque nuestro Padre lo trabaja día a día con todas las bendiciones, gracias y dones que nos regala diariamente. En ese sentido, nos invitaba a imitar de esa forma este sentimiento con nuestros hermanos; trabajándolo a través de gestos y detalles. Todo lo expresado por el sacerdote tuvo mucho sentido para mí, pues el amor hay que trabajarlo en todo momento, por porque si no puede llegar a enfriarse, haciéndonos indiferentes a nuestros hermanos y sus necesidades.
En Lucas 10, 25-37 encontramos la historia de un hombre que cayó en manos de salteadores que, después de despojarle y golpearle, se fueron dejándole medio muerto. Pasaron un sacerdote y un levita, ambos siguieron de
largo sin ayudarle. Pero un buen samaritano que iba de camino, se detuvo a auxiliarle. Ese buen samaritano trabajaba el amor a través de la compasión y la misericordia.
En otra ocasión, estando Jesús en casa de un fariseo que lo invitó a que comiera con él, se encontró con una mujer pecadora, la cual comenzó a llorar; y con sus lágrimas le mojaba los pies, con los cabellos de su cabeza se los secaba, los besaba y los ungía con perfume. Esta mujer trabajó ese amor con humildad y arrepentimiento.
Nos dice Mateo 27, 57-60 que, al morir Jesús, José de Arimatea se presentó ante Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús. Una vez le fue entregado lo envolvió en una sábana limpia y lo colocó en el sepulcro nuevo que había hecho excavar en la roca. Después hizo rodar una gran piedra sobre la entrada del sepulcro. Este hombre trabajó el amor con el gesto de la solidaridad. Apreciadísimo amigo lector, hay que trabajar el amor hacia nuestro prójimo con perseverancia y esmero, a través de atenciones, gestos, sonrisas y detalles para que así sea fuerte y duradero; es decir, un amor laborioso.