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El Arzobispo de Panamá, Monseñor José Domingo Ulloa Mendieta, invitó a meditar el Evangelio de hoy, y detenernos un momento a pensar en las palabras de Jesús: “Tengan cuidado de no practicar sus obras de piedad delante de los hombres”.
Y es que hoy Jesús nos invita a discernir el modo de vivir nuestra práctica religiosa. La limosna, la oración y el ayuno eran los pilares de la religiosidad judía. Pero Jesús advierte a sus discípulos del peligro que se corre de vivir de modo superficial e hipócrita las prácticas religiosas.
“Busquemos que nuestra caridad y nuestro servicio en la iglesia o en la sociedad sea por amor”, afirmó Monseñor Ulloa, en la misa oficiada desde la capilla de su residencia, que como es habitual es transmitida por FETV y Radio Hogar.
Porque, como lo afirmó el Arzobispo, Dios que nos ha visto en lo secreto y en lo secreto nos recompensará; y de no ser así, pedir la gracia a Dios para que cada día tengamos una intención más pura.
Dijo que podemos hacerlo a ejemplo de María quien hacía cosas por los demás en secreto como en las bodas de Caná, y seguramente en muchas otras ocasiones.
Reiteró acerca de la invitación que hoy nos hace Jesús a discernir el modo de vivir nuestra práctica religiosa, y advierte del peligro que se corre de vivir de modo superficial e hipócrita las prácticas religiosas.
Lamentablemente indicó que muchas veces la caridad tiene un trasfondo egoísta o utilitarista que en nada se parece al que nos propone Jesús, pero la actitud de un buen cristiano aseguró, es que todas sus acciones, no sólo las espirituales, como las que nos propone el evangelio de hoy, deben tener como única motivación a Dios y el amor a los hermanos.
A continuación, el texto completo de la Homilía de Monseñor Ulloa desde la capilla de su casa:
En la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús, la Iglesia también celebra la Jornada Mundial de Oración por la Santificación de los Sacerdotes, convocada por el Santo Padre a través de la Congregación para el Clero.
“Pidamos que el Señor suscite sacerdotes santos, formados ‘según el Sagrado Corazón de Cristo’”, tal como decía San Juan Pablo II, quien estableció que esta jornada de oración.
Esta celebración en la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús nos invita a llegar al corazón, es decir, a la interioridad, a las raíces más sólidas de la vida, al núcleo de los afectos, en una palabra, al centro de la persona. Y hoy la palabra de Dios nos invita a fijamos en dos corazones: el del Buen Pastor y nuestro corazón de pastores.
Quisiera en esta jornada de oración por la santificación del clero seguir reafirmando que “el encuentro nos hace siempre bien”, porque “nos hace sentir que no estamos solos, que vivimos nuestro ministerio en una profunda comunión con aquel con quien hemos sido identificados a través de la ordenación presbiteral, y también en una comunión profunda entre hermanos”.
Queridos Sacerdotes y querida comunidad que jornada de oración nos permita reanimar el don recibido en nuestra ordenación sacerdotal, que ha hecho de nosotros servidores de la misericordia.
Hoy recordamos que cuando el mundo se había enfriado, Dios llamó a una mujer Visitandina en Paris-Le- Monial y le enseñó un corazón, con una llaga ancha y profunda, chorreando sangre y coronado de espinas y en el terminal de la aorta una hoguera llameante. Y a la vista de ese corazón salido de su pecho, le dijo estas palabras: «Mira el corazón que tanto ha amado a los hombres y que a cambio sólo recibe de ellos, ofensas, injurias y pecados. ¿Quieres consolarlo tú?». Estas fueron las palabras del Corazón de Jesús a Santa Margarita María de Alacoque.
Meditemos lo que Dios te dice en el Evangelio
El corazón de Jesús es el corazón de un hijo. Es un corazón que ama a su Padre, con quien vive unido permanentemente. Jesús y el Padre viven unidos en el amor que se tienen.
Cristo ha venido a revelarnos ese amor hacia el Padre. Ha venido a revelarnos su corazón de hijo para transformar el nuestro en el de un hijo amado del Padre.
Él quiere revelarnos el amor del Padre. Quiere hacernos experimentar el interés que tiene el Padre por nosotros.
Porque sólo en el amor del Padre podremos encontrar verdadero refugio y descanso. Pero para poder sentirnos hijos y poder sentirnos amados por el Padre, necesitamos un corazón humilde como el de Jesús, un corazón de niños.
Necesitamos el corazón sencillo de un niño pequeño que se reconoce necesitado de la ayuda de su Padre, no el de un adulto que se cree independiente y capaz de hacer todo por su cuenta.
Para poder experimentar el amor del Padre tenemos que ser humildes, a ejemplo de Jesús.
Tenemos que ser humildes y reconocer que no podemos solos, que estamos fatigados y agobiados por la carga, que necesitamos la ayuda de nuestro Padre.
Si vivimos unidos al Padre, con un corazón de hijo, jamás nos sentiremos solos y abandonados, porque el amor del Padre siempre estará con nosotros.
Entonces jamás nos volveremos a sentir agobiados, porque el amor del Padre nos sostiene.
El papa Francisco nos dice: «Jesús alaba al Padre porque escondió el Evangelio a los sabios y doctos y lo reveló a los pequeños. Los pequeños confiesan sus pecados de forma sencilla, dicen cosas concretas porque tienen la sencillez que Dios les da. También nosotros debemos ser sencillos y concretos y confesar nuestros pecados con humildad y vergüenza concretos. Y el Señor nos perdona: debemos dar el nombre a los pecados. Si somos abstractos al confesarlos, somos genéricos, terminamos en las tinieblas. Es importante tener la libertad de decir al Señor las cosas como son, tener la sabiduría de la concreción, porque el diablo quiere que vivamos en el gris, ni blanco ni negro. Al Señor no le gustan los tibios. La vida espiritual es simple, pero nosotros la complicamos con matices. Pidamos al Señor la gracia de la sencillez, la transparencia, la gracia de la libertad y de conocer bien quiénes somos ante Dios.» (Homilía de S.S. Francisco, 20 de abril de 2020, en santa Marta).
Busquemos tener un corazón manso como el de Jesús
“Carguen con mi yugo y aprendan de mí, que soy paciente y humilde de corazón, y sus almas encontrarán descanso. Pues mi yugo es suave y mi carga liviana” (Mt 11, 29-30).
Por eso hoy, al dirigimos al Sagrado Corazón de Jesús. Al meditar y mirar para el corazón de Jesús, queremos más que aprender de Él como debe ser nuestro corazón, queremos permitir que Jesús molde, guíe y forme nuestro corazón.
En el corazón está la sede de todo lo que nosotros somos, nuestras emociones, nuestros sentimientos, nuestra salud emocional, psíquica y psicológica. Como es importante cuidarnos del corazón.
Sé que, muchas veces, nos dejamos dominar por la razón y la cabeza no para de preocuparse en multiplicar y dividir.
Calmemos los pensamientos y el corazón; se vuelve para el corazón de Jesús, uy allí encuentra el refugio seguro.
El corazón de Jesús es la ayuda para nuestra alma, para nuestro espíritu y para todo lo que somos. ¡No hay refugio mejor para nuestra alma!
Caminamos mucho en esta vida cansados, fatigados por el peso de nuestros fardos, obligaciones y compromisos. Nosotros que caminamos tan cansados con la mente aturdido por muchos devaneos, nosotros que vivimos inmersos en las preocupaciones y tensiones de la vida, nosotros que vivimos poco en el presente, pero siempre abalados por el pasado y preocupados con el futuro, necesitamos calmar el corazón y volvernos para el corazón de Jesús.
¿Cuál es el secreto del corazón de Jesús? Él mismo dijo: “Aprendan de mí, que soy paciente y humilde de corazón”.
Sí aprendemos estas dos cosas del corazón, nuestra vida tendrá otro sentido.
Primero, la mansedumbre, aquel que deja el corazón calmar, aquel que no violenta sus pensamientos, sus sentimientos y no se afliges mucho con todo lo que nos contraria.
Para ser manso de corazón es necesario aprender escuchar, reflexionar, pensar y buscar la serenidad del alma
El corazón manso es el corazón que escucha, no es el corazón que grita primero. Sé que tenemos muchos gritos y cosas ahogadas dentro de nosotros, pero calmemos ese corazón, quitemos de él estas olas violentas, que muchas veces atormentan, y permitamos que la mansedumbre tome cuenta de nosotros.
No imagines que ser manso es ser menso, ni que manso es aquella persona indiferente y fría, que no le importan con las cosas, por el contrario, manso es aquel corazón que está conectado en lo que, ocurriendo, pero no está tomado por los sentimientos amargos y, especialmente, violentos de la visa.
El corazón manso es aquel que separa el agua, es aquel corazón que, primero, escucha, hace discernimiento para, después, tomar la decisión en cualquier situación. Para ser manso de corazón es necesario aprender escuchar, reflexionar, pensar y buscar la serenidad del alma.
Para ser manso es necesario ser humilde, porque, sin humildad, sin dejar la maldad, el orgullo, y la soberbia y de estos sentimientos de grandiosidad que toman cuenta de nosotros, nuestro corazón se convierte más violento y cada vez más movido por las tempestades.
Que Jesús nos dé un corazón como Su corazón. Jesús, manso y humilde de corazón, hacer nuestro corazón semejante al Vuestro.
Ante el Corazón de Jesús nace la pregunta fundamental de nuestra vida sacerdotal: ¿A dónde se orienta mi corazón? El ministerio está a menudo lleno de muchas iniciativas, que lo ponen ante diversos frentes: de la catequesis a la liturgia, de la caridad a los compromisos pastorales e incluso administrativos.
En medio de tantas actividades, permanece la pregunta: ¿En dónde se fija mi corazón, a dónde apunta, ¿cuál es el tesoro que busca? Porque —dice Jesús— «donde estará tu tesoro, allí está tu corazón» (Mt 6,21).
Los tesoros irremplazables del Corazón de Jesús son dos: el Padre y nosotros. Él pasaba sus jornadas entre la oración al Padre y el encuentro con la gente.
También el corazón de pastor de Cristo conoce sólo dos direcciones: el Señor y la gente. Por eso el corazón del sacerdote ha de ser un corazón traspasado por el amor del Señor; por eso no se mira a sí mismo, sino que está dirigido a Dios y a los hermanos.
Ya no es un «corazón bailarín» como dice el Papa Francisco, – que se deja atraer por las seducciones del momento, o que va de aquí para allá en busca de aceptación y pequeñas satisfacciones; es más bien un corazón arraigado en el Señor, cautivado por el Espíritu Santo, abierto y disponible para los hermanos. Para ayudar a nuestro corazón a que tenga el fuego de la caridad de Jesús, el Buen Pastor, el Señor nos bendice permitiéndonos celebrar la Eucaristía y ser instrumento suyo.
Queridos sacerdotes, en la celebración eucarística encontramos cada día nuestra identidad de pastores y nuestra configuración con el Corazón de Jesús. Cada vez que celebramos la Eucaristía hacemos nuestras las palabras y la entrega de Jesús: «Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros». Este es el sentido de nuestra vida, son las palabras con las que, en cierto modo, podemos renovar cotidianamente las promesas de nuestra ordenación. Les agradecemos hoy vuestro «sí» para dar la vida unidos a Jesús: aquí está la fuente pura de nuestra alegría.
Santidad sacerdotal
Por eso al hablar de santidad” en esta Jornada por la santificación del clero, se está refiriendo al deseo profundo de Cristo de ver en nosotros su expresión, su signo personal, su transparencia:
De tal forma ser sacerdote y, al mismo tiempo, no ser o no desear ser santo, sería una contradicción teológica, puesto que el ser y el obrar sacerdotal, como participación y prolongación del ser y del obrar de Cristo, comportan la vivencia de lo que somos y de lo que hacemos.
Porque nosotros, sacerdotes, ministros ordenados, somos la expresión o signo personal y sacramental de Jesús Sacerdote y Buen Pastor.
Desde esta perspectiva cristológica, hablar de santidad no es, pues, hablar de un peso, sino de una declaración de amor, experimentada y aceptada afectiva y responsablemente. Debemos y podemos ser santos y ayudar a otros a ser santos, por lo que somos y por lo que hacemos, es decir, por la participación en la consagración de Cristo y por la prolongación de su misma misión.
Cristo nos ha elegido por su propia iniciativa amorosa (cfr. Jn 15,16) y, consecuentemente, nos ha capacitado para poder responder con coherencia a este mismo amor. Nuestra vida está llamada a la santidad y es, al mismo tiempo, ministerio de sanidad y sanidad. Somos forjadores de santos.[1]
Decidirse a ser “santos” no significa más que comprometernos a ser coherentes con la exigencia de relación personal con Cristo, que incluye el compartir su misma vida, imitarle, transformarse en él, hacerle conocer y amar. Ello equivale a “mantener la mirada fija en Cristo” para poder pensar, sentir, amar, obrar como él. (Santidad Cristocéntrica del Sacerdote, Mons. Juan Esquerda Bidet, Malta 20 octubre 2004)
Por eso podemos entender que nuestra función es indispensable para la Iglesia y para el mundo y requiere nuestra plena fidelidad a Cristo y nuestra incesante unión con Él.
Al renovar, hoy, nuestro compromiso sacerdotal delante de la comunidad, tomemos conciencia de nuestra identificación con el Señor por la imposición de las manos y la unción con el Crisma y nos sumerjamos en su Corazón donde late la Misericordia de Dios por sus hijos en aflicción; en ese Corazón que se compadece de los que están cansados y agobiados.
Pidamos al Señor que nos libre del legalismo, de la rigidez de la ley, de predicar el castigo y el miedo. Pidamos ser beneficiarios del abrazo misericordioso del Padre para poder también abrazar y consolar en su nombre. Y que el Señor nos conceda la pedagogía de la paciencia, la búsqueda, la clemencia, la magnanimidad, la calidez, la cercanía, el respeto, la ternura, la coherencia y la alegría.
OH Tierna Santa María la Antigua Madre de los sacerdotes, te confiamos nuestro ser y quehacer sacerdotal que hemos recibido por gracia de Dios y que hoy vamos a renovar, para que lo llenes de tu materno y fiel amor. También te confiamos a los sacerdotes enfermos y probados. Así sea.
Renovación de las promesas sacerdotales
Acabada la homilía, el obispo dialoga con los presbíteros con estas o semejantes palabras:
Obispo:
Hijos amadísimos: En esta conmemoración anual del día en que Cristo confirió su sacerdocio a los apóstoles y a nosotros, ¿queréis renovar las promesas que hicisteis un día ante vuestro obispo y ante el pueblo santo de Dios?
Los presbíteros, conjuntamente, responden a la vez:
Sí, quiero.
Obispo:
¿Quieren unirse más fuertemente a Cristo y configuraros con él, renunciando a vosotros mismos y reafirmando la promesa’ de cumplir los sagrados deberes que, por amor a Cristo, aceptasteis gozosos el día de vuestra ordenación para el servicio de la Iglesia?
Presbíteros:
Sí, quiero.
Obispo:
¿Desean permanecer como fieles dispensadores de los misterios de Dios en la celebración eucarística y en las demás acciones litúrgicas, y desempeñar fielmente el ministerio de la predicación como seguidores de Cristo, cabeza y pastor, sin pretender los bienes temporales, sino movidos únicamente por el celo de las almas?
Presbíteros:
Sí, quiero.
Seguidamente, dirigiéndose al pueblo, el obispo prosigue:
Y ahora vosotros, hijos muy queridos, orad por vuestros presbíteros, para que el Señor derrame abundantemente sobre ellos sus bendiciones: que sean ministros fieles de Cristo sumo sacerdote, y os conduzcan a él, única fuente de salvación.
Pueblo:
Cristo, óyenos. Cristo, escúchanos.
Obispo:
Y recen también por mí, para que sea fiel al ministerio apostólico confiado a mi humilde persona y sea imagen, cada vez más viva y perfecta, de Cristo sacerdote, buen pastor, maestro y siervo de todos.
Pueblo:
Cristo, óyenos. Cristo, escúchanos.
Obispo:
El Señor nos guarde en su caridad y nos conduzca a todos, pastores y grey, a la vida eterna.
Todos:
Amén.