La íntima comunidad de vida y amor a que aspira toda pareja desde su noviazgo, y con el matrimonio como horizonte, se irá alcanzando progresivamente, a lo largo de su existencia, con el empeño y el esfuerzo que ambos aporten. Convivir es difícil. La adaptación y búsqueda de la complementariedad de dos seres diferentes, únicos e irrepetibles, requiere hacer vida, día a día, todo cuanto conlleva el amor.
Jamás podrá marchar bien un matrimonio si en la base de su escala de valores no está la aceptación del otro tal como es, con su propio carácter, sus cualidades y defectos, sus capacidades y limitaciones, su unidad original, su persona.
El amor nos lleva a conocer a la persona amada y aceptada, para con ella dejar de ser un “tú” y un “yo”, y aspirar a un “nosotros” en plenitud.
Aceptarse, comprenderse y ayudarse a evolucionar exige una constante superación de los defectos y limitaciones que todos tenemos.
Madurar, avanzar hacia el logro de la plenitud como persona, conlleva, por un lado, descubrir el bagaje de valores y cualidades positivas que se poseen, para potenciarlos; y, por otro, localizar todo aquello que llevamos dentro de nosotros como lastre negativo que nos impide avanzar y del que precisamos liberarnos.
Desde esa corresponsabilidad antes referida, ambos están llamados a detectar en el otro aquello que éste no ve y que requiere ser modificado.
Cada uno es corresponsable de la evolución personal del otro y, desde el amor que los une, está llamado a ayudarle a potenciar su personalidad, a desarrollar todos sus talentos.
Si los dos aceptan sus diferencias, se abrirán más a los otros. Los talentos de cada uno podrán fructificar, para mayor alegría de todos. Cada uno en la pareja le permitirá al otro existir plenamente, de acuerdo con su verdad interior. El matrimonio será entonces lugar de liberación.