El laico debe brillar, ante todo, con el testimonio de su vida, fe, esperanza y caridad. Vivimos en un mundo secularizado, en donde la religión y la fe han sido reducidos a un ámbito personal. Pero esto no quería Cristo cuando dijo: “vosotros sois la sal de la tierra, vosotros sois la luz del mundo.” (Mt 5, 13-16).
El laico católico debe actuar en coherencia con su fe y vivir de acuerdo a las enseñanzas de Jesucristo en cada momento de su vida. ¿Cómo se logra lo anterior? ¿Acaso debo entregar mi vida al cuidado de enfermos, ir a la selva como misionero? No es necesario -aunque increíblemente valioso-, y es que los laicos debemos dar testimonio desde nuestra propia realidad.
El primer encuentro que tenemos los católicos con el mundo y con Dios, es a través de las tareas cotidianas de la vida, es decir, en la familia, la universidad, en el trabajo o vecindario. Los fieles laicos son llamados por Dios para contribuir a la santificación del mundo y a su propia santificación, mediante el ejercicio de sus tareas, guiados por el espíritu del Evangelio. Es decir, siendo un buen hijo, esposo, hermano, padre, madre, empleado, jefe, estudiante ….
Un segundo paso en el encuentro entre un fiel católico y el mundo, se produce a través de la presencia de cristianos en los espacios sociales que influyen en la comunidad, tales como asociaciones, medios de comunicación, sindicatos, partidos políticos. El laico católico tiene la responsabilidad de ordenar los asuntos temporales según Dios. El laico se convierte en testigo e instrumento vivo de Dios y de la Iglesia, ya que el laico tiene injerencia en aquellos asuntos del mundo en donde los religiosos no tienen llegada.
El Concilio Vaticano II reconoció el protagonismo que tienen los laicos en la misión evangelizadora de la Iglesia, y el Código de Derecho Canónico señala la obligación del laico de contribuir a la edificación común de la Iglesia por medio del apostolado (c. 225,1).