Cada vez nos cuesta más proteger la institución familiar, pues los ataques se multiplican sin cesar, unos evidentes, y la mayoría solapados en la cultura y el imaginario global. Con conceptos “nuevos” y supuestos derechos, quieren desvirtuar y confundir. Se ataca a la auténtica familia, y se intenta instituir una a la medida y capricho de sectores con agendas particulares.
La base de la familia es el matrimonio, y el verdadero es el constituido por un hombre y una mujer que, unidos en alianza indisoluble, deciden pasar el resto de sus vidas en una expresión de amor que incluye la indispensable fidelidad mutua, los hijos e hijas producto de su amor, y el dejar una herencia en nombre, genes y valores espirituales y culturales.
Hoy, a la verdadera familia se le llama “tradicional”, y a la que se intenta imponer se le denomina “moderna”. ¿Qué modernismo puede alegarse al intentar que el Estado le llame matrimonio a una unión de personas del mismo sexo, que pretende ser lo que no es? Se trata de una corriente que quiere imponerse a través de organismos internacionales, ajenos a las naciones soberanas.
La Conferencia Episcopal Panameña sale en defensa de la institución familiar no sólo desde la fe, sino también desde las normas legales y de la antropología, pronunciamiento que ha sido respaldado por los principales movimientos laicales que se dedican a la promoción de la familia.
Definitivamente, el modelo que se propone entre personas del mismo sexo atenta contra la familia. El pueblo, que no es tonto como creen ciertos políticos, y sí conoce el valor de la familia y del matrimonio, difícilmente permitirá que se impongan ideologías foráneas en nuestro país.