La fiesta de la Divina Misericordia, que se celebra el II Domingo de Pascua, nos recuerda que la historia de la salvación es un encuentro del Creador con la creatura, un diálogo iniciado por Dios, que debe ser correspondido por el hombre. Antes de la caída original, este se desarrollaba en términos de un mandato amoroso y una obediencia dócil, gracia y obediencia. Después se expresó como un encuentro de la miseria humana, consciente de su culpa, con la Misericordia divina, que perdona y olvida. Se inicia, entonces, un ciclo de gracia, pecado y perdón., que se interrumpirá con el diluvio, para dar paso a un nuevo comienzo, con un nuevo pueblo de Dios, encabezado por Abraham, tipo y figura de Jesucristo, Cabeza del nuevo pueblo de Dios, en quien se cumplen todas las promesas hechas a Abraham (cf Gn 12:1-3).
El Protoevangelio (Gn 3:15) anuncia este desenlace feliz de la historia de la salvación, que depende de la respuesta que cada uno dé a la gracia que se le ofrece, como amor gratuito, hecho de elección, fidelidad y perdón anticipado, que quiere ser acicate para la conversión del pecador (cf Ez 18: 23; 33;11). La flecha que dispara el divino Arquero quiere hacer diana en este objetivo. De otra suerte, sus empeños serán labores de amor perdidas (cf Is 5:1-8).
Este amor salvador, llamado también misericordia, impregna la creación y la historia, como muestra el salmo 136. Todo, en efecto, es salvación. Esta empieza con la creación del universo, prosigue con la redención de Israel, continúa en la vida cotidiana, y queda abierta a nuevas expresiones: Nunca se agota. Es hesed ve emet, es decir, amor y fidelidad, amor fiel, que no tiene fin. Damos gracias al Señor de los señores, porque su misericordia es eterna. Su cumbre es el misterio pascual de Cristo, amante sediento de la fe del pecador. (cf Jn 4:1-42).
La fiesta de la divina Misericordia es la expresión litúrgica de un Dios que ha declarado y comunicado su amor, con la entrega de la vida, la efusión del Espíritu y el perdón de los pecados, y ha sido correspondido con indiferencia y hostilidad. Nos pide frutos de penitencia y conversión para que vivamos, y, en cambio, le entregamos agraces, delitos e injusticias (cf Is 5:1-8).
Hermana gemela de la celebración actual, que data del siglo XX, es la solemnidad del sagrado Corazón de Jesús, que surgió en el siglo XVIII, cuando el Señor se aparece a una humilde religiosa, Margarita María de Alacoque, en un obscuro convento de la Visitación en el centro de Francia. Mostrándole su sagrado corazón, le comunicó su deseo de que se difundiera por el mundo entero esta devoción. “He aquí”, le dijo, “el corazón que ha amado tanto a los hombres”. El propósito de esta devoción, como el de la Divina Misericordia, es recordarles a los hombres y mujeres el inconmensurable amor del Salvador por la humanidad, para suscitar una respuesta de amor a Dios, a quien no vemos, amando al prójimo que sí vemos. Esto requiere fe y conversión. La dureza de nuestro corazón hizo necesaria una segunda aparición, en Polonia, con el mismo propósito, en el siglo XX, a una religiosa polaca. Se trata de la misericordia de Dios, que sale al encuentro de nuestra miseria, y no es acogida. ¿“Qué tengo yo que mi amistad procuras?”,/ preguntaba Lope de Vega, en el siglo XVI, “¿Qué interés se te sigue, Jesús mio, que a mi puerta, cubierto de rocío, / pasas las noches del invierno oscuras?/ ¡Oh, cuánto fueron mis entrañas duras,/ pues no te abrí. ¡Qué extraño desvarío/ si de mi ingratitud el hielo frío/ secó las llagas de tus plantas puras!/ ¡Cuántas veces el ángel me decía: / “alma, asómate ahora a la ventana,/ verás con cuánto amor llamar porfía!” y ¡cuántas, hermosura soberana: /”Mañana le abriremos”, respondía, para lo mismo responder mañana.” Los improperios del Viernes Santo también transmiten el reclamo de Dios por la ingratitud de su pueblo. Pero, felizmente, la Escritura nos transmite testimonios de la acogida de la misericordia divina por parte de la miseria humana: La acción simbólica del matrimonio de Oseas con Gómer, prostituta y adúltera, que el marido perdona radicalmente, hasta tratarla como una virgen, a la que desposará para siempre, en justicia y derecho, en hesed (amor) y compasión, en fidelidad y conocimiento del Señor (Os 1-3), es un verdadero paradigma de la acción de la misericordia divina sobre la miseria humana, que cuenta con la respuesta del hombre: “Sucederá aquel día”, dice Dios, “ que ella me llamará : “Marido mio ”, y no me llamará más: “Baal mio” Retiraré de su boca los nombres de los Baales, y nunca más serán invocados por su nombre.” (Os 2:18-19).
Igual paradigma vemos en el encuentro de Leví con Jesús (Lc 7:27-28); o en el de Zaqueo (Lc 19); o en el de la pecadora perdonada, que expresa su gratitud con múltiples detalles, porque mucho se le había perdonado (Lc 7:36-50); en fin, también se ve en el encuentro del pueblo samaritano con Jesús (Jn 4).
Al concluir el reciente Jubileo de la Misericordia, el papa Francisco nos ha recordado que “la misericordia renueva y redime, porque es el encuentro de dos corazones: el de Dios, que sale al encuentro, y el de el hombre” (Misericordia et Misera 16). Isaías se encontró con el Dios santísimo, y se reconoció pecador e indigno. Pero la misericordia de Dios lo tocó, y lo convirtió en un misionero idóneo (Is 6:1-13). De igual manera, cuando el joven sacerdote Ezequiel se encuentra con la Palabra de misericordia en el exilio en Babilonia, esta lo convierte en profeta, centinela de su pueblo, para guardarlo del pecado. ¡Que de igual manera esta misericordia nos transforme a nosotros!
Mons. Oscar Mario Brown / Obispo emérito de Santiago