Enviados por Jesucristo, con la fuerza del Espíritu

Llegados a la solemnidad Pentecostés, con la culminación de la cincuentena pascual, y en el umbral del tiempo ordinario, vale la pena que repasemos el camino recorrido para llegar a este punto, en que acogemos al Espíritu, como primicia de lo sembrado durante la cuaresma. En verdad, al ir íbamos llorando, llevando nuestra semilla; pero, al volver, regresamos cantando, portando nuestras gavillas (cf sal 125).
Catecúmenos y fieles creyentes empezamos a abonar la tierra de nuestra salvación, cuando se nos impusieron las cenizas, y se nos exhortó a convertirnos, y creer en el Evangelio. La penitencia cuaresmal sirvió para preparar la viña del Señor, para que diera el fruto querido por Dios. Esto llevó a los catecúmenos a recibir la iniciación cristiana, la noche de Pascua. En esta ocasión, los fieles cristianos renovaron sus compromisos bautismales, y los ratificaron, mediante la participación piadosa en la eucaristía. Unos y otros recogieron el fruto de lo sembrado en cuaresma: La efusión del Espíritu, por la fe en Jesucristo, muerto por nuestros pecados y resucitado para nuestra salvación. Y es que Pascua y Pentecostés constituyen un único misterio: Son dos aspectos de un misterio único e indivisible. Para esto, no obsta que en la exposición de Lucas se afirme que la efusión del Espíritu se realiza en Pentecostés, cincuenta días después de la Pascua, (Hch 2:1-13), y, en cambio, en la de Juan, se sostenga que acontece en la tarde del día de Pascua (Jn 20:19-23).
La explicación está en la intención teológica que anima la exposición de cada evangelista. En su presentación, Lucas se inspira en la fiesta judía de Pentecostés, que se celebraba cincuenta días después de la Pascua judía. Pentecostés fue inicialmente la fiesta de la siega, llamada fiesta de las Semanas, en Ex 34:22. Se celebraba durante siete semanas (Dt 16:9), o cincuenta días (Lv 23:16), después de la Pascua, de donde deriva su nombre griego de Pentecostés (tb 2:1). Señalaba, al principio, el fin de la cosecha de trigo. Luego se la vinculó con el recuerdo de la promulgación de la Ley en el Sinaí, y se convirtió en la fiesta de la renovación de la alianza (cf 2 Cro 15:10-13). La escenificación de Lucas pudo inspirarse en este nuevo valor litúrgico. A este propósito, es útil comparar Hch 2:1-13, la llegada del Espíritu Santo, con Ex 19:16-24-18, la teofanía en el Sinaí, donde Moisés recibe las tablas de la Ley, en medio de truenos, relámpagos y un fuerte sonido de trompeta.
Lucas y Juan coinciden en que el Espíritu se recibe para cumplir la misión de prolongar en el tiempo y el espacio la misma misión de Jesucristo. En efecto, en la sinagoga de Nazareth, cuando Jesús inicia su ministerio, lee el pasaje de Isaías que decía: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva. Me ha enviado a proclamar la liberación de los cautivos y la vista a los ciegos; para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor “(Lc 4: 18-19). Él es el mensajero de esta Buena Noticia y la encarna en su propia vida.
Lucas presenta el ministerio de Jesús como una ascensión de Galilea a Jerusalen, y de Jerusalén al cielo. Después de su Resurrección, Jesús dijo a sus discípulos: “Así está escrito: que el Cristo debía padecer y resucitar de entre los muertos, al tercer día; y que se predicaría en su nombre la conversión para el perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde Jerusalén. Vosotros sois testigos de estas cosas. Mirad, yo voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre… Permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto.” (Lc. 24: 46-49).
En Hch 1:8, se precisa que, recibido el Espíritu Santo, los apóstoles serán testigos del Resucitado en Jerusalén, Judea, Samaría y el mundo entero. En definitiva la Iglesia debe prolongar la misión redentora de Cristo a lo largo de la historia, hasta que el Señor vuelva (Hch.1:10-11). El tiempo de la Iglesia es el tiempo de la misión, el tiempo del Espíritu, tiempo de lucha (1Cor 15: 20-28). Se extiende desde la glorificación del Señor hasta su Parusía. Por eso, la Iglesia vive la fe pascual con las actitudes propias del adviento: En la liturgia eucarística, memorial de la Pascua del Señor, hace presente la primera venida del Señor y su éxodo a la gloria y anticipa su Parusía, como juez de vivos y muertos. También vive lo que celebra, dando testimonio del carácter presente y futuro de Reino de Dios, mediante una esperanza activa que la compromete a procurar la plenitud del Reino de la verdad y la vida, de la santidad y la gracia, de la justicia, el amor y la paz. Guiada por el Espíritu de su Señor, no deja de convertirse, ni de orar por el retorno de su esposo: Ven Señor Jesús es su oración perenne.
En el evangelio de Juan, por otra parte, se anuncia reiteradamente la venida del Espíritu Santo sobre la comunidad post-pascual. Enviado por el Padre y Cristo, permanecerá para siempre junto a los discípulos (14: 15-17), para recordar y completar la enseñanza de Cristo (14: 25-26), conducir a los discípulos por el camino de la verdad (8:32), y explicarles el sentido de los acontecimientos futuros (16: 12-15). Glorificará a Cristo atestiguando (15: 26-27; 1Jn 5: 6-7) que su misión venía efectivamente de Dios. Será Espíritu Paráclito porque nos exhortará y consolará, en medio de las tribulaciones del mundo.
Robustecida por este Espíritu, la Iglesia puede y debe ir al encuentro del mundo, como Jesús que la envía a salvarlo, superado el temor a las amenazas del mundo, por la fe pascual. Como Juan Bautista, es testigo de la luz. Anuncia a todos que Jesús es el nuevo Cordero pascual, que quita el pecado del mundo, y llama a los hombres a la fe y la conversión. Los que escuchan y acogen este pregón, reciben el bautismo para el perdón de los pecados (Jn20: 19-23) y el don de la vida eterna: La comunión con el Padre, por el Hijo, en el Espíritu (Jn 17:3), aquí y ahora.

Mons. Oscar Mario Brown / Obispo emérito de Santiago