Las personas más admiradas en la sociedad de hoy son los que saben esforzarse. ¡Cuánto sacrificio se necesita para ganar la medalla de oro en las Olimpiadas! ¡Cuánto sacrificio se invierte en llegar a ser médico, ingeniero o arquitecto de calidad! ¡Cuán admirables son las madres de familia que se sacrifican para que sus hijos tengan un hogar sano, culto y lleno de oportunidades! El sacrificio, en cualquier esfera de la vida, es un valor humano.
Pero estos “sacrificios” exteriores, llamados así por el esfuerzo que conllevan, para ser auténticos deben ser expresión del sacrificio espiritual. Los profetas de la Antigua Alianza denunciaron con frecuencia los sacrificios hechos sin participación interior o sin amor al prójimo. Jesús recuerda las palabras del profeta Oseas: “Misericordia quiero, que no sacrificio”. El único sacrificio perfecto es el que ofreció Cristo en la cruz en ofrenda total al amor del Padre y por nuestra salvación (cf Hb 9,13-14). Uniéndonos al de Cristo, podemos hacer de nuestra vida un sacrificio para Dios. (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2100)
Para el cristiano, el sacrificio se abre a otra dimensión más profunda. Es un acto de la virtud de la religión: “Adorarás al Señor, tu Dios, y le darás culto”. Es la forma más importante del culto externo y público; la manera más solemne y excelente con que puede honrarse a Dios.
Los cristianos reconocemos que Jesucristo eligió para sí mismo el camino del sacrificio por amor, y como el camino de salvación para los hombres. El sacrificio es la entrega o donación de algo, por amor, en honor de Dios. Aceptando con gozo el sufrimiento, el cristiano sigue el camino de Jesús. El sacrificio cristiano es una imitación por el amor, porque el que ama quiere ser como el amado.