Estábamos en las oficinas parroquiales cuando de pronto se sintió temblar la tierra. Una vez pasado el temblor, regresamos a nuestras ocupaciones mientras comentábamos el acontecimiento. Estercita no. Presa de un ataque de nervios lloraba inconsolable mientras su mamá trataba de calmarla. Estercita era una catequista muy joven que estudiaba para ser educadora. Su mamá nos explicó que había sufrido el terremoto de 1985 y que había sido para ella un trauma que no podía superar. Pasó el tiempo y un día llegó la flamante maestra, Estercita, llena de orgullo y me platicó que mientras estaba con sus niños en la escuela, hubo un temblor y tuvieron que desalojar el jardín de niños. Por su trauma, ella se llenó de temor, pero por su responsabilidad como maestra, dominó su miedo, ordenó a los niños y los sacó del salón hasta un lugar seguro. Una vez que estuvo a solas, se soltó a llorar. ¡Eso es la fortaleza!
Cuando pedía ejemplos de fortaleza para escoger uno, una joven me dijo: “Todas las mamás son admirablemente fuertes; ponga que todas ellas tienen fortaleza”, y es cierto. La responsabilidad y, a final de cuentas, el amor, dan la fortaleza para vencer las adversidades. La fortaleza es la firmeza y la constancia en la búsqueda del bien en los momentos difíciles (Cfr. CEC 1808) y es un valor muy importante porque apoya a los demás valores. Para los católicos es, también, una virtud de las llamadas cardinales y uno de los siete dones del Espíritu Santo.
La guerra, el hambre, el terrorismo, los cataclismos, ponen a prueba la fortaleza de la humanidad. A todas ellas se sobrepone no sólo el hombre individual, sino la sociedad misma. De las cenizas resurge el hombre fortalecido por el fuego del dolor.