LA ESCONDIDA SENDA DE LA GLORIA

LA ESCONDIDA SENDA DE LA GLORIA

Próximos ya a culminar la cincuentena pascual, es importante que nos aprestemos para recoger sus frutos.  

Seguir a Cristo por “la escondida senda de la gloria” es seguir al Cristo total.

La solemnidad de la Ascensión del Señor es parte integral de su misterio pascual.  En ella celebramos la victoria de la “descendencia de la mujer” sobre el pecado y la muerte (cf.Gn3:15), y la glorificación del humilde siervo de Yahveh,  que, por su obediencia Dios hasta muerte de cruz, es elevado a la condición de Señor y Mesías (cf Fil.2:6-11).

Participamos en este doble triunfo, por medio de la Iglesia, a través de los sacramentos de iniciación cristiana, el bautismo, la confirmación y la eucaristía.  Por eso, no debe sorprender que todas las oraciones de la eucaristía de este dia quieran robustecer en nosotros el júbilo y la gratitud por este significativo logro de quien nos preside como cabeza y esposo, y nuestra propia participación en tan egregio triunfo.

En la Oración colecta, le hemos pedido al Omnipotente la gracia de exultar de gozo y agradecerle en esta eucaristía,” porque la ascensión de Cristo, Hijo de Dios, es ya nuestra victoria y el, que es la cabeza de la Iglesia, nos ha precedido en la gloria a los que somos llamados como miembros de su cuerpo”.

En el Prefacio I explicamos que es justo y necesario dar gracias a Dios, “porque Jesús, el Señor, el rey de la  gloria, vencedor del pecado y de la muerte, ha ascendido… a lo más alto del cielo, como mediador entre Dios y los hombres, como juez de vivos y muertos, y no se ha ido para desentenderse de este mundo, sino que ha querido precedernos como cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su reino”.

Finalmente, en la Oración de postcomunión le hemos pedido a Dios ardientes deseos de “estar junto a Cristo, en quien nuestra naturaleza humana ha sido tan extraordinariamente enaltecida que participa de su misma gloria”.

La gloria humana está hecha de fama, brillo, honor y poder.  Y muchos se imponen grandes sacrificios para alcanzarla.  Pero precisamente porque es meramente humana, es también efímera.  Sin embargo, en el corazón humano está firmemente arraigado el anhelo de una gloria inmarcesible, que trascienda los límites de su finitud, y que solo Dios puede colmar.  Queremos ser como Dios, y Dios nos atrae hacia sí porque el bien es difusivo.  Pero necesitamos que se nos enseñe el camino para este logro.

El pecado original originante parte de una seducción que quiere convencernos de que Dios es un rival al que debemos vencer y reemplazar: “seréis como Dios” es el argumento decisivo del seductor y sus secuaces para inducirnos a la desobediencia. Pero esto solo nos lleva a la más profunda decepción.

En el misterio pascual de Cristo, Dios nos ha dado el camino para participar de su propia vida.  Pues, por él, no solo alcanzamos el perdón de los pecados, sino el acceso a la misma vida de Dios, por el Espíritu.  Con razón decimos con el Pregón pascual: “¡Feliz la culpa que mereció tal Redentor!”.

Próximos ya a culminar la cincuentena pascual, es importante que nos aprestemos para recoger sus frutos.  Para participar en la victoria y la gloria del Señor “sentado a la diestra de Dios” necesitamos darle nuestra adhesión y nuestra conversión personal, comunitaria y pastoral.  Para ello, necesitamos despojarnos del hombre viejo y revestirnos del nuevo, a imagen de Cristo.  El primero está representado por los peregrinos de Emaús, fascinados por un Cristo revestido de gloria humana.  Como Pedro en Cesarea, no eran capaces de aceptar a un mesías humilde y servidor, el Mesías de Dios, ya anunciado por el A.T., que entregase su vida en rescate por todos.  A partir del A.T., el Señor les muestra que la cruz es el camino más expedito para manifestar la gloria de Dios, es decir, su ser en cuanto brilla hacia el exterior, un amor de locura por el hombre, fiel hasta la entrega de la propia vida, por Hijo, en el Espíritu (Jn. 3:16).

Y después de serviles el pan de la palabra Jesús les sirve el pan de su cuerpo y de su sangre.  Aquí tenemos una síntesis de lo que acontece en nuestras eucaristías.  Estás constan de dos partes fundamentales, intrínsecamente vinculadas: la liturgia de la Palabra, en que se nos explica el misterio pascual del Señor en el A.T. y en el N.T, y de este modo se nos prepara para la liturgia eucarística, en que comemos el cuerpo del Señor de la pascua y bebemos su sangre, y nos convertimos en este alimento.  Crecemos en la configuración con Cristo el Señor de la Gloria, vivo y dinámico, por el Espíritu.  En efecto, todos los bautizados, si somos coherentes con la gracia bautismal, “reflejamos como en un espejo la gloria del señor, y nos vamos transformando en esa misma imagen, cada vez más gloriosos: así es como actúa el Señor, que es Espíritu (2 Cor. 3:18)”.

El Señor de la Pascua, presente en la eucaristía, también está en la misión, por el mismo Espíritu.  Recibido éste, la Iglesia debe dar testimonio de su Señor desde Jerusalén hasta el último confín del mundo (Hch.1:8).  El tiempo que media entre la ascensión del Señor y la parusía es el tiempo de la Iglesia, del Espíritu y de la misión.  El reino de Cristo que coincide con el espacio de la Iglesia, se debe expandir como en círculos concéntricos hasta abarcar el universo entero, y convertirse en reino de Dios ( ICor. 15:20-28).

En el relato de las tentaciones, el Maligno  trata de seducir al Señor ofreciéndole la gloria del mundo a cambio de su adoración.  Pero el Señor lo rechaza enérgicamente, porque elige obedecer y adorar únicamente a Dios.  Y así a lo largo de toda su vida. 

Camino a Jerusalén, anuncia su misterio pascual hasta tres veces, y señala que los que quieran seguirlo deberán abrazar la propia cruz.  En la parusía vendrá en la gloria de su Padre y pagará a cada uno según su conducta.  Recibirán el galardón los que supieron reconocerlo en los hermanos suyos más pequeños, sus discípulos (cf Mt 25:31-46).  Finalmente, con el poder del Espíritu enviará a estos mismos discípulos a evangelizar y catequizar a todas las naciones, contando con la presencia perenne del Señor de la gloria, Dios con nosotros el Enmanuel, que sabe hacerse pobre y pequeño, para fortalecernos en la fe (Mt. 28:16-20).  En Lucas los envía como testigos suyos a predicar a todas las naciones la conversión para el perdón de los pecados, con la fuerza del espíritu (Lc.24:46-48).

Seguir a Cristo por “la escondida senda de la gloria” es seguir al Cristo total.  Y esto significa aceptar de buen grado el sentido salvífico de la cruz.  Pues la Iglesia predica a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, locura para los gentiles; más para los llamados… un Cristo fuerza de Dios y sabiduría de Dios.  Porque la locura divina es más sabia que los hombres y la debilidad divina, más fuerte que los hombres (ICor.1:22-25)”.  La senda de la cruz es la senda de la luz, la escondida senda de la gloria.