La Iglesia no puede callar

La Iglesia no puede callar

La Iglesia ha sido perseguida de muchas maneras a lo largo de la historia. En los primeros siglos fue considerada como un grupo subversivo, una secta que ponía en peligro el orden social, enemiga del culto público y de los valores del imperio romano. Hubo incluso quienes inventaron calumnias y difamaciones para asustar a la gente; en ellas presentaban a los cristianos como pervertidos y criminales, capaces de todo tipo de atrocidades.

Cuando la Iglesia fue aceptada como fenómeno social, e incluso cuando empezó a colaborar en diversos modos con el estado, no por ello cesaron las persecuciones. Aquí y allá hubo gobernantes, reyes y emperadores, que buscaron controlar a la Iglesia y disminuir su influjo evangelizador. El conflicto se desarrolló de muchas maneras, sin excluir la violencia que llevó a la muerte a muchos cristianos ejemplares.

Con la edad moderna los ataques han tomado una virulencia mayor. Algunos presentaron a la Iglesia como enemiga del verdadero progreso del hombre, pues, decían, dominaba las conciencias e impedía la libertad de pensamiento. El

Iluminismo, de modo especial, promovió la imagen de la Iglesia como una sociedad intransigente, totalitaria, represiva y defensora de ideas que permitían situaciones de opresión de la gente inculta y poco preparada. Se pensó que con la creación de estados liberales y democráticos se rompería esta situación, se difundiría la cultura, y, por lo tanto, la Iglesia perdería en poco tiempo su influjo social. Pero no todo fue pacífico; no faltaron grupos radicales dentro del liberalismo que atacaron directamente a obispos, sacerdotes y religiosos, y robaron a la Iglesia muchos monasterios y hospitales.

En la misma línea se movieron las ideologías totalitarias del siglo XX: comunismo, nacismo y fascismo. Controlar y denigrar a la Iglesia permitiría al partido o al dictador de turno dirigir la vida cultural de toda la sociedad, sin el freno que podría representar una Iglesia que influyese en las conciencias y que enseñase el respeto a principios éticos por encima de las imposiciones de quienes ejercían, despóticamente, el poder.

El actual mundo democrático ha reconocido un amplio espacio de acción a la Iglesia y a las personas que creen en religiones distintas, pero no faltan nuevos elementos y señales de conflicto. En concreto, cada vez son más frecuentes los ataques contra la Iglesia católica por parte de personas que dicen defender los valores de la ciencia y la tolerancia.

El cristianismo no puede dejar de anunciar el mensaje de Cristo, como el mismo Jesús de Nazaret no dejó de predicar el amor, la misericordia y la necesidad de vivir según los mandamientos y las bienaventuranzas. Decir que el abuso de menores, la esclavitud, el adulterio, el desenfreno sexual, el robo, la explotación, la usura, son pecados, no significa imponer una visión autoritaria ni denigrar a ningún ser humano.

Todos, incluso los más pecadores, pueden acercarse a Cristo, pueden pedir perdón por sus pecados. La justicia humana, castigará a quien ha provocado un gran desorden social, y no podrá permitir conductas o actitudes que dañen a otros.

Pero no debe imponer ninguna religión a nadie, ni prohibir a la Iglesia ni a las demás religiones el que puedan enseñar, libremente, sus doctrinas.

La Iglesia tendrá siempre sus brazos abiertos para amar a todos, también a sus enemigos. Quizá algún día pueda acogerlos en casa y comer, con ellos, bajo la mirada de un Dios que sueña con ese banquete en el que todos nos amemos como hermanos.