Durante este tiempo de Pascua, se nos invita a vivir la esperanza, como signo de resurrección, para no caer en “el conformismo que poco a poco convierte a los cristianos en momias de museo: desilusionados con la realidad, con la Iglesia, con la familia o consigo mismo, y que lleva a vivir la constante tentación de apegarse a una tristeza dulzona, sin esperanza, que se apodera del corazón”.
Los Evangelios relatan que María Magdalena y otras mujeres fueron a visitar el sepulcro donde habían puesto a Jesús después de su muerte y recibieron de un Ángel una noticia desconcertante, la de su resurrección. Entonces, así escribe el Evangelista, abandonaron el sepulcro a toda prisa, «llenas de miedo y de alegría», y corrieron a anunciar la feliz noticia a los discípulos. Jesús salió a su encuentro y dijo: «Alégrense» (Mt 28,8-9). Es la alegría de la salvación que se les ofrece: Cristo es el viviente, es el que ha vencido el mal, el pecado y la muerte. Él está presente en medio de nosotros como el Resucitado, hasta el final de los tiempos (cf. Mt 28,21).
Por esto, desde hace tiempo, nuestra Iglesia arquidiocesana ha querido subrayar que es una Iglesia que camina, y que camina en la esperanza. La esperanza cristiana es activa: lucha, trabaja, camina, se esfuerza para conseguir la santidad de la Iglesia y construir un mundo mejor. Es un compromiso que nadie puede descuidar. Y la meta de ese camino/peregrinación es el reino de Dios. Queremos un mundo mejor, más justo y más humano. Pero nuestra meta va aún más allá: “venga a nosotros tu Reino”, un Reino que hacemos presente en la Eucaristía y con nuestras obras de misericordia por amor a Dios y al prójimo.