Existe un hecho que resume bien el pensamiento religioso del pueblo de Israel especialmente a partir del exilio babilónico, y que nos puede servir a modo de trasfondo para la lectura de Hechos. Me refiero a la obra deuteronómica, cuyo tenor fundamental está dado en el famoso pasaje de “los dos caminos” en Dt. 11 y en versión más detallada y directa en Dt. 30:
“Miren que en este día yo pongo delante de ustedes la bendición y la maldición. Bendición, si obedecen los mandamientos de Yavé que yo les prescribo hoy; maldición, si desobedecen dichos mandamientos y se desvían del camino que yo ahora les muestro, para seguir a dioses extraños que no son suyos.” (Dt 11, 26-28).
La Palabra de Dios es nuestra fuente
La espiritualidad es una necesidad intrínseca del ser humano. Él que en esta post-modernidad, está saturado de oírse a sí mismo y al mundo desarticulado en sus valores e impositivo en el contenido de las relaciones. Aunque muchas veces de manera inconfesada, él quiere sentirse amado en la gratuidad del amor verdadero, el de Dios. Ahí estamos nosotros, en esta Asamblea; hacemos parte de esta humanidad en búsqueda del sentido y del amor.
¿Cómo pensar y hablar de espiritualidad, sin buscarla en su fuente? Y la fuente de nuestra espiritualidad está en la Palabra de Dios que sacia nuestra hambre y sed de todos aquellos que se abren a ella. Dios, no sólo nos ofrece su Palabra, sino que nos envió a su propio Hijo, la Palabra encarnada, el agua viva, el pan de vida, la luz del mundo, la vida y la Resurrección. “…Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: ´Dame de Beber´, tú le pedirías y Él te daría agua viva…” (Jn 4, 10).
La escucha de la Palabra de Dios es el fundamento de nuestra espiritualidad como Iglesia. Mencionamos prácticas que llevan a la convivencia con la Palabra en la Biblia.
La Biblia es la fuente de
la espiritualidad
El fundamento de la espiritualidad que buscamos hoy día, está en la Palabra de Dios que nos hizo su pueblo y se nos revela y nos interpela en una relación personal y comunitaria. Tenemos nuestro origen, como Pueblo de Dios, en la Palabra de Dios.
Tener la Biblia, Palabra de Dios, como fuente de la espiritualidad encarnada, es identificarnos con la experiencia espiritual del hombre bíblico. Él nos muestra que la búsqueda de Dios no se hace por conocimientos especulativos, ni mucho menos es una búsqueda de sí mismo. Él nos muestra que el hombre encuentra a Dios y su don de salvación dentro de la historia.
Es una espiritualidad que interpela y exige amorosa coherencia entre el conocer, el profesar y el practicar, volviéndose transformadora, porque requiere una conversión constante a los apelos que nacen de la vida y de la Palabra.
“Haz, Señor, que conozca tus caminos, muéstrame tus senderos.” (Sal 25, 4)
Al diseñar nuestra respuesta a la realidad del mundo, como ministros y servidores de la Palabra, acudimos a la Palabra de Dios como la fuente, no sólo de nuestra visión, sino sobre todo, de poder divino (cf. Gn 1,3ss; Jn 1,3; Rm 1,16). El Espíritu y la Palabra nos pueden poseer, como en el caso de los Apóstoles, y dinamizarnos de tal modo que la Palabra defina nuestras vidas y la vida de la Iglesia. Se experimenta el poder dinamizador de la Palabra sólo en la entrega obediente, a modo de Abraham y de los Apóstoles, cuyo ministerio hemos contemplado al leer y orar con la Palabra en los Hechos de los Apóstoles.
La pregunta que nos planteó Pablo VI en la Evnagelii Nuntiandi, todavía nos desafía. La Palabra de Dios no sólo crea, ella tiene poder para renovar y transformar. Por eso, nuestra tarea es buscar caminos que hagan que la Palabra de Dios sea fuente de energía en el corazón de la Iglesia y del mundo.
Pero, ¿cómo puede la Palabra convertirse en fuente de vida? Sin la luz y la gracia del Espíritu, la Palabra será incapaz de generar la energía necesaria para transformar la vida y la sociedad. La oración, acompañada por la docilidad al Espíritu Santo, ha de ser la marca del ministerio de la Palabra (cf. Hch 13,2). En este momento de la historia debemos escuchar la invitación apremiante de la Palabra de Dios en orden a una mayor conversión de nuestra visión, nuestras actitudes y nuestro comportamiento hacia el “otro”.