Leyendo la Biblia me llama mucho la atención cómo Jesús en ocasiones, ante la incredulidad de la gente, solía cuestionarles por el hecho de que para creerle a Él, requerían demostraciones de su poder cuando su sola presencia debía bastarles para saber que se manifestaría su gracia. Y esto es algo que no se ha quedado en el pasado, pues seguimos dudando y buscando el milagro y no la persona.
La expresión “ver para creer”, no es meramente actual, pues desde tiempos remotos, el ser humano se ha caracterizado por no creer tan fácilmente; y más aún, cuando se trata de sucesos extraordinarios. Así en Juan 4: 48 Jesús cuestiona esta actitud cuando dice: “si ustedes no ven señales y prodigios, no creen”. Muchas veces es difícil convencernos a nosotros mismos de que nada es impedimento para el poder y la Misericordia de Jesús.
En Mateo 12-38 algunos escribas y fariseos interpelan a Jesús diciéndole: “Maestro, queremos ver una señal hecha por ti; a lo que Él responde: “¡Generación malvada y adúltera! Una señal pide, y no se le dará otra señal que la del profeta Jonás”. En esa misma lectura bíblica se recalca que hay otro más grande que Jonás y Salomón, el cual estará en el seno de la tierra tres días y tres noches. Nuestro Salvador: Jesucristo.
Los milagros son una muestra del inmenso poder de Dios y nos ayudan a fortalecer nuestra fe en Jesús, pero ellos no pueden determinar nuestra creencia o no en Él, porque la fe no es algo que deba ser conveniente a nuestras necesidades. Se trata de creer sin dudar en Aquél, que es el Mesías, el hijo de Dios. En ese sentido el Papa Francisco señala que: “los milagros son signos extraordinarios que acompañan la predicación de la Buena Noticia y tienen el objetivo de suscitar y reforzar la fe en Jesús”.