“Y si no resucitó Cristo, vacía es nuestra predicación, vacía también vuestra fe.” (1 Cortintios 15: 14) Este versículo de la Carta de Pablo a los fieles en esa ciudad griega debiera definir nuestra acción de esta semana y siempre. El cristiano que no cree que su Maestro resucitó y subió al Cielo, y que tal como prometió está en el Pan y el Vino, y vuelve y actúa salvándonos en cada sacramento, lleva a cuestas una fe vana, vacía.
Se trata, pues, de vivir según lo que se nos ha predicado, y lo que decimos creer. Nuestra devoción y acción basadas en un Dios vivo se debe notar, traducido a una vida coherente con ese ideal.
Si creemos que Cristo está vivo, y desde su Vida Gloriosa sigue actuado en su Iglesia, no podemos andar ni tristes ni pesimistas ni derrotados, y mucho menos irradiando pesar y nubes grises a los demás.
Se trata de ser puntos de luz en medio de tanta oscuridad y tanto desastre actual, con y sin coronavirus.
La sociedad humana ha estado débil y debilitadora desde mucho antes. Ahora todo es más dramático, sí, pero desde hace años la situación de vida y crecimiento como criaturas de Dios ha estado en déficit.
Hoy, más que nunca, se exige de todos aquellos que se autodenominan ceristianos un testimonio de vida y resplandor, de alegría y fe recia.
La expresión más notoria de esa fe debe ser la esperanza, la alegría, la apertura hacia el hermano, y en estos tiempos de pandemia, la valentía y la disposición para servir sin egoísmo ni miedo.
Cristo ha resucitado, en verdad ha resucitado. Aleluya, Aleluya.
¡Ánimo!