El relativismo cultural es el punto de vista que considera que toda verdad ética o moral depende del contexto cultural en el que es considerada. De esta manera, las costumbres, leyes, ritos y concepciones del bien y del mal no pueden juzgarse según parámetros externos e inamovibles.
El punto de vista opuesto al relativismo cultural es el etnocentrismo, que juzga los comportamientos de todas las culturas según los propios parámetros. El etnocentrismo sólo puede sostenerse sobre el presupuesto (explícito o no) de que la propia cultura es superior a las otras. Se encuentra en la base de todo tipo de colonialismo.
Entre los extremos del relativismo cultural y el etnocentrismo existen puntos de equilibrio, en que ninguna cultura se considera superior a otra, pero cada individuo asume que existen algunos principios que considera inviolables, incluso sabiendo que los ha aprendido de su cultura. Por ejemplo, aunque entendamos que cada cultura tiene sus ritos de iniciación, podemos estar en contra de rituales iniciáticos que impliquen la mutilación de las personas. Es decir que no se consideran todas las prácticas culturales válidas, sino todas las prácticas culturales igualmente cuestionables.
En los tiempos actuales se ha ido constituyendo una “dictadura del relativismo” que no reconoce nada como definitivo y que deja sólo como medida última al propio yo y sus apetencias. El poder, la economía, el placer, rigen la sociedad. Esto siempre se produce en perjuicio de los más débiles, de los que tienen menos recursos. Es lo que el Papa Francisco llama la “sociedad del descarte”. Al final, es la imposición de unos sobre otros. En un contexto relativista no impera la tolerancia, sino que se impone el más fuerte… se destruye esa red de contención que son los derechos humanos universales, las verdades comunes.