Santidad: oración y acción

Santidad: oración y acción

La santidad es vocación y camino personal, cada uno la vive según el don recibido de Dios y según el estado y circunstancias de su vida: una misma santidad (seguimiento de Cristo, mandamiento del amor, espíritu de las bienaventuranzas), pero caminos concretos distintos: «Todos los fieles, cristianos, de cualquier condición y estado, fortalecidos con tantos y tan poderosos medios de salvación, son llamados por el Señor, cada uno por su camino, a la perfección de aquella santidad con la que es perfecto el mismo Padre» (Concilio Vaticano II, Constitución sobre la Iglesia, LG 11).

De hecho, la Iglesia reconoce y venera como santos a personas distintas y que han

vivido de muy diversa forma: varones y mujeres, niños y jóvenes o ancianos, ricos y pobres, célibes y casados… Tradicionalmente suele decirse que en general la vocación cristiana se vive de acuerdo a una de estas tres modalidades concretas: vida contemplativa (centrada en la oración), vida activa (volcada en la actividad y el trabajo), vida mixta (mezcla de las dos anteriores). Todos conocemos seguramente santos pertenecientes a estas tres categorías: monjes dedicados a la oración, misioneros entregados a la evangelización, padres de familia y profesionales que compaginaron oración y compromisos…

El Papa Francisco advierte en este sentido algo muy importante: la necesidad de equilibrar todos los aspectos y dimensiones de la vida cristiana: no basta rezar, hay que actuar; la acción santifica, no se puede separar el amor a Jesús del compromiso en la construcción del Reino. Ya el genio de san

Agustín lo había formulado con mucha claridad: “Ninguno debe ser tan contemplativo que, en la misma contemplación, no piense ser útil al prójimo, ni tan activo que descuide la contemplación de Dios… El amor a la Verdad busca el ocio santo y la urgencia de la caridad acepta la debida ocupación” (La ciudad de Dios 19,19). La vida cristiana –decía también el mismo Santo con una comparación muy gráfica- es como caminar por un estrecho sendero que tiene a un lado un fuego ardiente y al otro un profundo mar: hay que guardar bien el equilibrio, para ni caer y abrasarse en el fuego (quemarse en el activismo) ni ahogarse en el agua (mucha oración, pero ningún compromiso en la acción). Un difícil equilibrio entre el filósofo y el revolucionario, el poeta y el luchador; todos conocemos de hecho casos de cristianos que no guardan bien este equilibrio: rezan mucho, pero son insensibles ante los problemas de los demás o no tienen tiempo para rezar porque están siempre ocupados en mil cosas y compromisos. Volvamos entonces al texto del Papa Francisco, que no necesita más comentario:

“No es sano amar el silencio y rehuir el encuentro con el otro, desear el descanso y rechazar la actividad, buscar la oración y menospreciar el servicio. Todo puede ser aceptado e integrado como parte de la propia existencia en este mundo, y se incorpora en el camino de santificación. Somos llamados a vivir la contemplación también en medio de la acción, y nos santificamos en el ejercicio responsable y generoso de la propia misión.

¿Acaso el Espíritu Santo puede lanzarnos a cumplir una misión y al mismo tiempo pedirnos que escapemos de ella, o que evitemos entregarnos totalmente para preservar la paz interior? Sin embargo, a veces tenemos la tentación de relegar la entrega pastoral o el compromiso en el mundo a un lugar secundario, como si fueran «distracciones» en el camino de la santificación y de la paz interior. Se olvida que «no es que la vida tenga una misión, sino que es misión»

Una tarea movida por la ansiedad, el orgullo, la necesidad de aparecer y de dominar, ciertamente no será santificadora. El desafío es vivir la propia entrega de tal manera que los esfuerzos tengan un sentido evangélico y nos identifiquen más y más con Jesucristo. De ahí que suela hablarse, por ejemplo, de una espiritualidad del catequista, de una espiritualidad del clero diocesano, de una espiritualidad del trabajo.

Por la misma razón, en Evangelii gaudium quise concluir con una espiritualidad de la misión, en Laudato si’ con una espiritualidad ecológica y en Amoris laetitia con una espiritualidad de la vida familiar.

Esto no implica despreciar los momentos de quietud, soledad y silencio ante Dios. Al contrario. Porque las constantes novedades de los recursos tecnológicos, el atractivo de los viajes, las innumerables ofertas para el consumo, a veces no dejan espacios vacíos donde resuene la voz de Dios… ¿Cómo no reconocer entonces que necesitamos detener esa carrera frenética para recuperar un espacio personal, a veces doloroso pero siempre fecundo, donde se entabla el diálogo sincero con Dios?

Nos hace falta un espíritu de santidad que impregne tanto la soledad como el servicio, tanto la intimidad como la tarea evangelizadora, de manera que cada instante sea expresión de amor entregado bajo la mirada del Señor. De este modo, todos los momentos serán escalones en nuestro camino de santificación” (Gocen y alégrense, 26-31).