Hoy fue un ordinario día de trabajo en el Juzgado. Una sentencia condena. Otra sentencia absuelve. La prensa comenta. La gente opina. Es interesante ver las reacciones. Si la sentencia va en la línea de los propios deseos, abundan las alabanzas y los aplausos.
“Se ha hecho justicia. Por fin quedó clara la verdad. Ha sido absuelto un inocente/ Ha sido condenado un culpable. Ya no queda nada por discutir”.
En cambio, si la sentencia va en contra de las propias ideas y suposiciones, los comentarios suelen ser de reproche.
“De nuevo la justicia ha fracasado. Existen jueces corrompidos. No hay esperanzas para las víctimas. Los culpables vuelven a ser absueltos. Un inocente ha sido condenado”.
Por encima de las reacciones, cada sentencia se construye, idealmente, sobre varios pilares. Primero: un suficiente conocimiento sobre los hechos. Segundo: una adecuada aplicación de la ley. Tercero: un buen desarrollo del proceso.
Habría algunos otros pilares, pero lo que resulta obvio es que las sentencias, de condena o de absolución, pueden estar viciadas por un error en el conocimiento, por una mala aplicación de la ley, o por procesos llevados de mala manera.
Por eso, ante cada sentencia, haría falta orientar los comentarios no según los gustos o preferencias de cada uno, sino respecto de aquello que resulta esencial: ¿ha habido un adecuado conocimiento de los hechos? ¿Se ha logrado una buena aplicación de la ley? ¿Ha sido posible un correcto desarrollo del proceso judicial?
Los demás comentarios, aunque puedan parecer muy interesantes, despistan, desorientan, incluso muestran mala voluntad: basta con recordar los aplausos en el pasado ante ciertas condenas que con el pasar de los años se descubren completamente injustas…
El buen funcionamiento de una sociedad implica promover leyes justas y tribunales serios, con personas competentes y honestas, con tiempo y medios para ir a fondo en cada causa.