Somos un pueblo que camina en la esperanza

Somos un pueblo que camina en la esperanza

En la recién restaurada Catedral Metropolitana, un cuadro de la Asunción de María preside y corona el retablo del altar mayor. A la derecha, en un altar lateral, una hermosa imagen de Santa María La Antigua hace presente a la Patrona de Panamá. Y la devoción a la Virgen María, en sus distintas advocaciones, caracteriza la religiosidad panameña, como la de todos los países del Continente latinoamericano. Un motivo de orgullo y de agradecimiento al Señor, que quiso bendecir la vida de nuestras comunidades cristianas con una presencia y una protección especial de la única Virgen María, Madre de Jesús y de la Iglesia.

En estos días, entre la solemnidad de la Asunción de María (15 de agosto) y de Santa María La Antigua (9 de septiembre), es bueno reflexionar sobre la espiritualidad mariana. La misma se manifiesta externamente de muchas maneras (escapulario de la Virgen, medallas, rezo del rosario, visita a algunos santuarios, procesiones…), pero no puede quedarse solamente en eso.

El Concilio Vaticano II dedica el último capítulo de su Constitución sobre la Iglesia a la Virgen María, para que no olvidemos que ella es la figura y el modelo de la Iglesia. Recuerda los principales textos bíblicos sobre ella, como para subrayar que nuestra fe y nuestra devoción deben fundamentarse siempre en la Palabra de Dios, antes que en supuestas y no siempre auténticas “apariciones” y “mensajes”. Y se detiene especialmente a describir tanto lo que la doctrina sana y ortodoxa de  la Iglesia enseña sobre María como cuáles deben ser las características de una auténtica espiritualidad mariana, reflejada en las devociones de los fieles, la enseñanza de los predicadores y teólogos, el culto de las comunidades y la vida cristiana de los creyentes.

En relación con este último punto, afirma el Concilio con toda claridad que “la verdadera devoción no consiste ni en un sentimentalismo estéril y transitorio ni en una vana credulidad, sino que procede de la fe auténtica, que nos induce a reconocer la excelencia de la Madre de Dios, que nos impulsa a un amor filial hacia nuestra Madre y a la imitación de sus virtudes” (Constitución sobre la Iglesia, 67). O sea, que parangonando aquello de “A Dios rogando y con el mazo dando” podemos y debemos decir “a María orando y sus virtudes imitando”

¡No basta rezar, ni llevar escapularios o medallas, ni ir a un santuario mariano! Si queremos, en vez de caer en un sentimentalismo estéril y transitorio o en una vana credulidad, tener una fe auténtica y un amor filial a María, lo importante es imitar sus virtudes. No se puede decir más claro, ni dejar de percibir en la dureza de algunas de las palabras que usa el Concilio (sentimentalismo estéril y transitorio, vana credulidad…) el temor a caer fácilmente en una falsificación de la espiritualidad mariana.

María es la primera y la mejor cristiana. Sus virtudes, el modelo a imitar, marcan y constituyen la base de la verdadera devoción a la Virgen y la auténtica espiritualidad

mariana:

• La fe. María es una mujer de fe. Escucha

la Palabra de Dios, la acoge, la cree,

la acepta, y se somete a ella. “He aquí la

sierva del Señor, hágase en mi según su

palabra”

• El amor a Jesús: Siempre y sin condiciones.

De niño y de adulto. En los momentos

de gozo y a la hora del sufrimiento

y del dolor. Meditando en su corazón el

misterio de la persona y la vida de su Hijo

• La humildad: Mujer sencilla, normal,

agradecida a los dones del Señor, reconociendo

que es Él quien actúa y hace maravillas.

• La confianza en Dios: Sabiendo que

nunca olvida sus promesas, poniendo en

sus manos la vida y el corazón.

• El amor y el servicio a los pobres:

Desde la fe en el Dios de los pobres, sabiendo

compartir, servir, ayudar.

• La alegría: La verdadera alegría que

nace de la fe, la esperanza y el amor, del

descubrimiento de la presencia del Señor

y su misericordia amorosa.

No es difícil encontrar todas estas virtudes, actitudes a imitar, en las pocas páginas que el Evangelio dedica a María, en las palabras que recogen como salidas de su boca. No muchas, tampoco, porque “el silencio de María” es parte de su misterio y su espiritualidad, frente a la palabrería que a veces montamos en su nombre…

Que así sea nuestra espiritualidad mariana, y que la renovemos rezando el Magnificat, ese fiel de María y de su espiritualidad (Lc 1, 46-55). La memoria es lo que hace que un pueblo sea fuerte, porque se siente enraizado en un camino, enraizado en una historia, enraizado en un pueblo. La memoria nos hace entender que no estamos solos, somos un

pueblo: un pueblo que tiene historia, que tiene pasado, que tiene vida. Recordar a tantos que han compartido un camino con nosotros. No es fácil recordar. A nosotros, muchas veces, nos cuesta regresar con el pensamiento a lo que sucedió en mi vida, en mi familia, en mi pueblo… Pero hoy es un día de memoria, la memoria que nos lleva a las raíces: a mis raíces, a las raíces de mi pueblo.

Y hoy también es un día de esperanza. Memoria y esperanza, esperanza de encontrarnos,

esperanza de llegar donde está el Amor que nos creó, donde está el Amor que nos espera: el amor del Padre. Y entre la memoria y la esperanza está la tercera dimensión, la del camino que debemos recorrer y que recorremos. ¿Y cómo recorrer camino sin equivocarse? ¿Cuáles son las luces que me ayudarán a no equivocarme de camino? ¿Cuál es el «navegador» que Dios mismo nos ha dado, para no equivocarnos?Son las bienaventuranzas que Jesús nos enseñó en el evangelio. Estas bienaventuranzas (mansedumbre, pobreza de espíritu, justicia, misericordia, pureza de corazón) son las luces que nos acompañan para no equivocarnos de camino: este es nuestro presente.

El Señor nos brinde la gracia de no perder nunca la memoria, de no esconder nunca la memoria, —la memoria de una persona, la memoria familiar, la memoria del pueblo— y que nos dé la gracia de la esperanza, porque la esperanza es un don suyo: saber esperar, mirar al horizonte, no permanecer cerrado frente a un muro. Mirar siempre al horizonte y la esperanza. Y que nos dé la gracia de entender cuáles son las luces que nos acompañarán en el camino para no equivocarnos, y así llegar a donde nos están esperando con tanto amor (Cf. Homilía del Papa Francisco, 2 de Noviembre de 2018).