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Distracciones, sequedad, acedia

Distracciones, sequedad, acedia

Queridos hermanos y hermanas,

Siguiendo las líneas del Catecismo, en esta catequesis nos referimos a la experiencia vivida de la oración, tratando de mostrar algunas dificultades muy comunes, que deben ser identificadas y superadas.  Rezar no es fácil: hay muchas dificultades que vienen en la oración. Es necesario conocerlas, identificarlas y superarlas.

El primer problema que se presenta a quien reza es la distracción (cfr. CIC2729). Tú empiezas a rezar y después la mente da vueltas, da vueltas por todo el mundo; tu corazón está ahí, la mente está ahí… la distracción de la oración. La oración convive a menudo con la distracción. De hecho, a la mente humana le cuesta detenerse durante mucho tiempo en un solo pensamiento. Todos experimentamos este continuo remolino de imágenes y de ilusiones en perenne movimiento, que nos acompaña incluso durante el sueño. Y todos sabemos que no es bueno dar seguimiento a esta inclinación desordenada.

La lucha por conquistar y mantener la concentración no se refiere solo a la oración. Si no se alcanza un grado de concentración suficiente no se puede estudiar con provecho y tampoco se puede trabajar bien. Los atletas saben que las competiciones no se ganan solo con el entrenamiento físico sino también con la disciplina mental: sobre todo con la capacidad de estar concentrados y de mantener despierta la atención.

No conociendo el día y ni la hora de su regreso, todos los minutos de nuestra vida no se deben perder con distracciones.

Las distracciones no son culpables, pero deben ser combatidas. En el patrimonio de nuestra fe hay una virtud que a menudo se olvida, pero que está muy presente en el Evangelio. Se llama “vigilancia”. Y Jesús lo dice mucho: “Vigilad. Rezad”. El Catecismo la cita explícitamente en su instrucción sobre la oración (cfr. n. 2730). A menudo Jesús recuerda a los discípulos el deber de una vida sobria, guiada por el pensamiento de que antes o después Él volverá, como un novio de la boda o un amo de un viaje. Pero no conociendo el día y ni la hora de su regreso, todos los minutos de nuestra vida son preciosos y no se deben perder con distracciones. En un instante que no conocemos resonará la voz de nuestro Señor: en ese día, bienaventurados los siervos que Él encuentre laboriosos, aún concentrados en lo que realmente importa. No se han dispersado siguiendo todas las atracciones que les venían a la mente, sino que han tratado de caminar por el camino correcto, haciendo el bien y haciendo el proprio trabajo. Esta es la distracción: que la imaginación da vueltas, vueltas, vueltas… Santa Teresa llamaba a esta imaginación que da vueltas, vueltas en la oración, “la loca de la casa”: es una como una loca que te hace dar vueltas, vueltas… Tenemos que pararla y enjaularla, con la atención

Un discurso diferente se merece el tiempo de la aridez. El Catecismo lo describe de esta manera: «El corazón está desprendido, sin gusto por los pensamientos, recuerdos y sentimientos, incluso espirituales. Es el momento en que la fe es más pura, la fe que se mantiene firme junto a Jesús en su agonía y en el sepulcro» (n. 2731). La aridez nos hace pensar en el Viernes Santo, en la noche y el Sábado Santo, todo el día: Jesús no está, está en la tumba; Jesús está muerto: estamos solos. Y este es el pensamiento-madre de la aridez.  A menudo no sabemos cuáles son las razones de la aridez: puede depender de nosotros mismos, pero también de Dios, que permite ciertas situaciones de la vida exterior o interior. O, a veces, puede ser un dolor de cabeza o un dolor de hígado que te impide entrar en la oración. A menudo no sabemos bien la razón. Los maestros espirituales describen la experiencia de la fe como un continuo alternarse de tiempos de consolación y de desolación; momentos en los que todo es fácil, mientras que otros están marcados por una gran pesadez. Muchas veces, cuando encontramos un amigo, decimos. “¿Cómo estás?” – “Hoy estoy decaído”. Muchas veces estamos “decaídos”, es decir no tenemos sentimientos, no tenemos consolaciones, no podemos más. Son esos días grises… ¡y los hay, muchos, en la vida! Pero el peligro está en tener el corazón gris: cuando este “estar decaído” llega al corazón y lo enferma… y hay gente que vive con el corazón gris. Esto es terrible: ¡no se puede rezar, no se puede sentir la consolación con el corazón gris! O no se puede llevar adelante una aridez espiritual con el corazón gris. El corazón debe estar abierto y luminoso, para que entre la luz del Señor. Y si no entra, es necesario esperarla con esperanza. Pero no cerrarla en el gris.

En el patrimonio de nuestra fe hay una virtud que a menudo se olvida. Se llama “vigilancia”.

Después, algo diferente es la acedia, otro defecto, otro vicio, que es una auténtica tentación contra la oración y, más en general, contra la vida cristiana. La acedia es «una forma de aspereza o de desabrimiento debidos a la pereza, al relajamiento de la ascesis, al descuido de la vigilancia, a la negligencia del corazón» (CIC2733). Es uno de los siete “pecados capitales” porque, alimentado por la presunción, puede conducir a la muerte del alma.

¿Qué hacer entonces en esta sucesión de entusiasmos y abatimientos? Se debe aprender a caminar siempre. El verdadero progreso de la vida espiritual no consiste en multiplicar los éxtasis, sino en el ser capaces de perseverar en tiempos difíciles: camina, camina, camina… Y si estás cansado, detente un poco y vuelve a caminar. Pero con perseverancia.