Hace falta preguntarse, en primer lugar, qué es el amor. El amor es entrega, comunicación y donación de la persona, plena y definitiva. En el matrimonio esta donación es absoluta, con fidelidad perseverante, que se consigue cada día con una alegre constancia.
Nos encontramos hoy con un reduccionismo de valores, en el que el amor es el más maltratado. El hedonismo o búsqueda del placer, y el materialismo, que valora sólo la utilidad. El amor se reduce sólo a placer sexual. La sexualidad en el individuo, no se puede reducir al hecho biológico e instintivo como en el animal, sino que se integra en la persona como ser constituido de cuerpo y alma. Ir por el mundo contra la naturaleza, viviendo como si se fuese un animal, no es fácil cuando se es persona. A la larga siempre se acaba mal:
frustaciones, neurosis, drogadicción.
También se reduce el amor a sentimiento. “Ya no siento nada, se ha terminado mi matrimonio”, escuchamos a menudo. ¿Podríamos decir que unos padres no aman a su hijo porque “no sienten” una gran emoción al consolar al pequeño que llora por la noche? Hemos de educar la voluntad de nuestros hijos de pequeños, creando hábitos con horarios, y de adolescentes, fomentando las virtudes de la fortaleza y de la sobriedad para aprender a valorar el amor auténtico y ser felices.
Tenemos dos facultades: la inteligencia, que nos hace conocer la verdad, y la voluntad, que permite querer libremente aquello que la inteligencia nos presenta como bueno. Amamos con estas dos facultades, si bien para vivir el amor matrimonial seremos, en palabras del Evangelio, “dos en una sola carne”, abiertos al gran don de la vida, cooperadores de Dios. El hijo es la síntesis del amor del padre y de la madre.