El amor, centro y clave de la santidad cristiana

El amor, centro y clave  de la santidad cristiana

Moisés recibió de Yahvé las tablas de la Ley, con los diez mandamientos. Con razón el pueblo de Israel estaba convencido de ser el pueblo de Dios y de conocer su voluntad, expresada por Él mismo en sus preceptos. Los mandamientos, la Ley, eran el código de su alianza con el Señor. 

Pero con el tiempo, la ley divina pasó a ser demasiado humana, por decirlo de alguna forma. “Ustedes – echó en cara Jesús a los fariseos- han olvidado los mandamientos de Dios y sólo cumplen tradiciones humanas” (Mc 7,8). De hecho, los maestros de a Ley, escribas y fariseos, habían traducido los 10 mandamientos a una larga lista de más de setecientos preceptos legales. Jesús hizo todo lo contrario: englobar los diez mandamientos en dos, que en realidad es uno solo con dos dimensiones: el mandamiento del amor, amor a Dios y al prójimo inseparablemente. 

“En medio de la tupida selva de preceptos y prescripciones, Jesús abre una brecha que permite distinguir dos rostros, el del Padre y el del hermano. No nos entrega dos fórmulas o dos preceptos más. Nos entrega dos rostros, o mejor, uno solo, el de Dios que se refleja en muchos. Porque en cada hermano, especialmente en el más pequeño, frágil, indefenso y necesitado, está presente la imagen misma de Dios. En efecto, el Señor, al final de los tiempos, plasmará su obra de arte con el desecho de esta humanidad vulnerable. Pues, «¿qué es lo que queda?, ¿qué es lo que tiene valor en la vida?, ¿qué riquezas son las que no desaparecen? Sin duda, dos: El Señor y el prójimo. Estas dos riquezas no desaparecen»” (Gócense y alégrense, GE 61). 

Como señala también Francisco (GE 60), “es sano recordar frecuentemente que existe una jerarquía de virtudes, que nos invita a buscar lo esencial. El primado lo tienen las virtudes teologales, que tienen a Dios como objeto y motivo. Y en el centro está la caridad. San Pablo dice que lo que cuenta de verdad es «la fe que actúa por el amor» ( Ga 5,6). Estamos llamados a cuidar atentamente la caridad: «El que ama ha cumplido el resto de la ley […] por eso la plenitud de la ley es el amor» ( Rm 13,8.10). «Porque toda la ley se cumple en una sola frase, que es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» ( Ga 5,14)”. 

Al final de la vida, se nos examinará sobre el amor (Mt 25, 31ss.). Es la enseñanza de Jesús en la parábola del buen samaritano (Lc 10,30-37), que es un paradigma del modo de mirar con compasión y misericordia entrañable propio de Dios, puesto en práctica por Jesús de Nazaret, y clave por eso de la auténtica santidad cristiana. La compasión o misericordia entrañable implica ser sensible al sufrimiento y necesidad de los demás, compartirlos, sentirlos como propios, ponerse de parte de quienes son víctimas de una situación inhumana y deshumanizadora (pobreza, marginación, sufrimiento, injusticia, cualquier otra manifestación del mal…), actuar eficaz y generosamente para ayudarlos. Es lo que hizo el samaritano. Es la fraternidad real, sin la que nada valen la piedad vacía ni la preocupación por la ley y la oración del sacerdote y el levita. Es cristiano quien mira al mundo así, “con ojos de buen samaritano”, y adopta esa actitud. Una actitud que no se improvisa fácilmente ni puede darse por supuesta. Nace de la auténtica experiencia cristiana que, desde la comunión con Jesucristo, acepta una opción sincera y decidida “por el Reino de Dios y su justicia” (Lc 12,31; Mt 6,33), que en verdad ilumina y transforma toda la existencia, que se encarna realmente y con todas las consecuencias en los distintos aspectos de la vida real, que se manifiesta en actitudes y acciones coherentes y eficaces. 

“Mirar el mundo con ojos de buen samaritano” equivale a la auténtica capacidad de contemplación cristiana, que ve el mundo con los ojos de Dios y descubre su presencia en los hermanos y hermanas, especialmente en los más necesitados. Es inseparable de la actitud de pobreza evangélica y es imprescindible para salir del autoengaño, la insensibilidad y la alineación en la dimensión religiosa de la vida. Capacita para entender el mal, la in- justicia, el sufrimiento y la pobreza como sacramentos del pecado (signos de su presencia en el mundo) e interpelación de Dios (llamada a apostar por Reino, que es apostar por el ser humano y comprometerse en el necesario cambio de corazones y estructuras). La contemplación cristiana auténtica –muy distinta por eso de la simple introversión o del intimismo budista- lleva así a la denuncia profética, la solidaridad y el compromiso.