“En la prisión también está Cristo”

“En la prisión también está Cristo”

Dentro de las variadas obras de Misericordia que nos presenta la Sagrada Escritura, esas acciones caritativas mediante las cuales ayudamos a nuestro prójimo en sus necesidades corporales y espirituales, está explícitamente indicado en el Evangelio: “estaba… en la cárcel y me viniste a ver” (Mt 25, 36).

Cada uno de nosotros será juzgado por el amor que hayamos puesto en nuestras obras; y es claro que, para Jesús, si nuestra vida de fe no se traduce en servicio compasivo y misericordioso por el prójimo, no alcanzaremos plenamente la salvación. En nuestro camino encontramos diariamente muchas oportunidades de practica las obras de misericordia con el prójimo. Sin embargo, el Señor puede regalar a una persona o grupo el carisma para trabajar con mayor ahínco en una obra determinada. Como dice el Apóstol: “Hay diversidad de carismas, pero el Espíritu es el mismo; diversidad de ministerios, pero el Señor es el mismo; diversidad de operaciones, pero es el mismo Dios que obra en todos. A cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común” (1Cor 12, 4-7).

A lo largo de la historia, el Espíritu Santo ha ido manifestando en la Iglesia diversidad de carismas y servicios en bien de todas las necesidades, tanto de sus miembros como de aquellos que no profesan nuestra misma fe, pues la ayuda dada al otro no debe tener nunca este tipo de limitaciones.

Sabemos que el Hombre-Dios, Jesucristo, ha venido a salvar a toda la humanidad; y de manera preferencial, a los excluidos y marginados, a quienes el Papa Francisco suele llamar “los de la periferia.” Y es que, en verdad, la Iglesia es y será siempre un hospital de campaña, para ir a curar las heridas y toda clase de padecimientos con el bálsamo del amor de Cristo.

Entre los que padecen esta marginación están asimismo los privados de libertad. Independientemente de los delitos y faltas cometidas contra sus semejantes, son hijos e hijas de Dios -con circunstancias personales y familiares muchas veces complejas y llenas de heridas- cuyos sufrimientos también son dignos de compasión y que merecen una oportunidad de rehabilitación y reconciliación con la sociedad.

Este proceso se inicia reconociendo con humildad la necesidad de perdonar y ser perdonado. No hay ser humano que no peque, que no haya fallado a Dios y al prójimo. Pero, el pecado cometido se anula por el perdón que es gracia de Dios, por medio de Jesucristo. Y Cristo no desaprovecha oportunidad para dar el perdón y la vida eterna hasta al más vil pecador, si este reconoce su culpa y su pecado.

Ahí vemos la hermosa escena evangélica del Calvario: dos malhechores que nos representan. Uno que no teme a Dios y a las consecuencias de morir alejado de la gracia divina; y otro que reconoce que muere por sus culpas, pero se deja tocar por la mise ricordia en el último momento: “«Jesús, cuando llegues a tu reino acuérdate de mí.» Jesús le contestó: «Te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso»” (Lc 23, 42). Esta respuesta de Jesús al llamado “buen ladrón” vale para todo pecador que, al reconocer su falta, suscita que, incluso en la postrera hora, la misericordia del Señor se active.

Cada 24 de septiembre celebramos a la Virgen Santísima bajo la advocación de Nuestra Señora de La Merced, cuyo Corazón Misericordioso, asociado al de su Divino Hijo, patrocinó el carisma de la Orden de La Merced, cuyos miembros han realizado una labor encomiable a lo largo de los siglos en favor de los cautivos.

Sea propicia la oportunidad de solidarizarnos con todos aquellos que, en nombre de Jesús y de la Iglesia, son las manos y el corazón misericordioso de Cristo, prestando su servicio en la atención a los privados de libertad, descubriendo en sus rostros el mismo rostro del Crucificado y, asistiendo a sus almas heridas, socorren al mismo Señor Jesucristo que, en ellos, también está en la prisión. Nuestra Señora de La Merced ruega por nosotros.