Hch 2,1-13. Para los judíos, Pentecostés era la fiesta que conmemoraba la alianza del Sinaí (Ley), y se celebraba siete semanas después de la Pascua. Para nosotros los cristianos, con la presencia intima del Espíritu de Dios en cada uno, Pentecostés es la acción que nos transforma y que nos permite comprender profundamente la voluntad de Dios.
El regalo del Espíritu es para todos los que creen en Jesús, no sólo para los discípulos. Es el dinamismo vivo de la misión de Jesús que, después de Él, continúa a través de todos los que se han comprometido con su proyecto.
La narración dice que todos comprendieron, aunque hablaban diversas lenguas y tenían diferentes culturas: “les oímos proclamar en nuestras lenguas las maravillas de Dios”, significando que el cristianismo nació en una cultura específica, pero el proyecto de Dios, realizado por Jesús, no es para un grupo cultural sino para toda la humanidad.
En el texto se habla de estruendo, viento y fuego, tres elementos que si bien se consideran manifestaciones del Espíritu de Dios, los cristianos debemos aprender a discernir con claridad y coherencia y significan que Dios está actuando, que es un don.
Hubo lenguas de fuego sobre cada uno. Es la manifestación simbólica del Espíritu a través del medio por el que nos comunicamos. Las experiencias de Dios nos imponen comunicar la buena noticia del Evangelio, que transforma y hace surgir la fraternidad y el compartir, proporcionando libertad y vida para todos.
Según Lucas, en Jerusalén se encontraban personas de las naciones de todo el mundo; era la “oikumene”, de donde proviene nuestra palabra “ecumenismo”. Esto quiere decir que el Evangelio, la Buena Nueva, es para todo el mundo y en toda época y lugar.