Hablamos de espiritualidad, y espiritualidad viene de espíritu. Se refiere a lo “espiritual”, a lo no material, y especialmente a todo lo relacionado con el alma y la religión. Para los cristianos, por supuesto, se refiere o debería referirse directamente a la presencia y la acción del Espíritu Santo, la tercera persona de la Santísima Trinidad. Dios Espíritu Santo, Amor que une al Padre y al Hijo en la comunión de un solo Dios y Señor, el Dios de Jesucristo.
Se ha dicho, sin embargo y seguramente con razón, que muchas veces el Espíritu Santo es el gran desconocido de los cristianos, a pesar de los múltiples e importantes datos de la Sagrada Escritura, de la rica reflexión de los mejores teólogos, y del aporte de los movimientos inspirados en la renovación litúrgica y la devoción al Espíritu Santo. Quizás porque “padre” e “hijo” nos hacen pensar de inmediato en significativas y directas experiencias humanas, pero “espíritu” evoca más bien lo intangible y misterioso. Al expresar el misterio de Dios en lenguaje humano, decir que Dios es Padre tiene un significado inteligible, lo mismo que decir que Dios es Hijo, pero nos cuesta trabajo entender que Dios es Espíritu, Urge por eso recuperar, y valga la redundancia, la espiritualidad del Espíritu Santo. Porque el Espíritu Santo no es un Dios abstracto, lejano y etéreo, sino todo lo contrario: es el Dios vivo presente en nosotros, “más dentro de nosotros que nosotros mismos”, en palabras de San Agustín. El Espíritu Santo es el Espíritu de Jesús, prometido por Él en la última cena para que no quedásemos huérfanos, para acompañarnos y consolarnos, para fortalecernos y enseñarnos, para estar siempre presente en nosotros (ver Jn 14), para hacernos creyentes, cristianos e hijos de Dios (ver Rom 8). El Espíritu Santo es el alma de la Iglesia, presente y actuante en los apóstoles y la primera comunidad cristiana para fortalecerlos y hacerlos misioneros (ver Hech 2), para hacerla cuerpo de Cristo, llena de vida, unida en comunión, enriquecida con múltiples dones o carismas (ver 1 Cor 12) El Espíritu Santo actúa en los sacramentos, es la fuente de la vida cristiana, habita en nosotros y, si no le entristecemos con nuestro olvido y nuestro rechazo (Ef 4,30), nos hace vivir en el espíritu y no en la carne, liberándonos del pecado llenándonos de sus dones y frutos (ver Gal 5). Entendamos a la luz de Pentecostés y de estos textos de la Palabra, que merecen hoy una lectura y una meditación pro-funda, que la espiritualidad cristiana es la espiritualidad de la fe y la alegría de la fortaleza y la esperanza, de la docilidad y el testimonio, de la comunión y el amor. Una espiritualidad de la oración y la interioridad, de la comunión fraterna y el sentido eclesial, de la valentía y el compromiso misionero, del discernimiento y la acción, del esfuerzo para secundar la acción del Espíritu en el mundo. Una acción misteriosa pero real, que no se reduce a los límites de la Iglesia católica, y que es preciso descubrir en los signos de los tiempos y en todos los hombres y mujeres de buena voluntad que trabajan por un mundo mejor, más justo y pacífico, más humano, más acorde con los valores del Reino. Y una espiritualidad, no nos engañemos, que no tiene mucho que ver con la búsqueda afanosa de fenómenos extraordinarios, supuestos dones de lenguas o protagonismos egocéntricos, identificados equivocadamente con personajes muy “carismáticos” pero poco evangélicos, que de todo hay en la viña del Señor… Oremos para que el Espíritu Santo, tan presente en la vida de Jesús de Nazaret, lo esté también en nosotros y alimente nuestra espiritualidad, nuestra vocación y nuestro camino hacia la santidad. Porque, recordando unas famosas palabras de un obispo ortodoxo, “Sin el Espíritu Santo, Dios está lejos, Cristo se queda en el pasado, el Evangelio en letra muerta, la Iglesia no pasa de simple organización, la autoridad se convierte en dominio, la misión en propaganda, el culto en evocación, y el quehacer de los cristianos en una moral de esclavos. Con el Espíritu, Dios vive en cada corazón, Cristo, desde el hoy, nos abre el futuro, el Evangelio potencia la nueva vida, la Iglesia expresa la comunión trinitaria, la autoridad es un servicio liberador, la misión un Pentecostés prolongado, la liturgia memorial y anticipación, el que-hacer de los cristianos un ejercicio de libertad y liberación” [Mons. Ignacio Hazim, metropolita ortodoxo de Lattaquié (Siria), en la inauguración de la Conferencia Ecu-ménica de Uppsala (Suecia), 1968].