Espiritualidad y madurez vocacional (IV)

Espiritualidad y  madurez vocacional (IV)

No es extraño hoy ver desajustes de vivencia vocacional tanto en laicos en la vida soltera o de casados, como en la vida religiosa y ministerial, signo de la inmadurez espiritual vocacional, y que hace experimentar una inestabilidad en el sentido de compromiso muy grande y que llega a afectarnos a todos. Por eso hemos creído importante tratar de aportar algunas luces y ayudas para superarnos y crecer como hijos de Dios, y destinatarios de sus promesas.
Lo ideal en toda vocación sería mantenernos día tras día en el amor primero, el amor de los principios, cuando todo era armonía y buenos deseos, ilusión y disponibilidad para todo, puntualidad y entrega incondicional. Por eso el espíritu de Dios nos manda a volver al principio, y es bueno en toda circunstancia volver ahí: “Si no vuelven a ser como niños no entrarán en el Reino de los Cielos” (Mt 18,3). Dios bendiga a todos los niños del mundo, y nos ayude a no perder al niño interior alegre, atrevido, inocente, limpio, fuerte, obediente y bueno que todos llevamos dentro. No olvides orar y volver a la ilusión vocacional primera cuando hacías las cosas con esa convicción primera y no te detenía nada para ir al encuentro de la persona amada, o del proyecto amado (cf. Jer 2,2).
Sabemos que no es fácil mantenerse en la fidelidad de amor en la opción vocacional realizada. No es fácil porque toda persona, laico-seglar o religiosa, al cabo de los años, tiene la inclinación a la rutina, al acostumbramiento, a olvidar el primer amor de su opción vocacional, a olvidar el propósito original por el que se comprometió, se consagró o entró a la vida Religiosa o ministerial. El mundo con sus seducciones o atractivos se nos impone y se mete en los hogares, en las comunidades, en las habitaciones, penetra y distrae con pequeñeces que van haciendo mella y hay que recuperar el espíritu inicial de nuevo, hay que buscar formas para no descuidarse y volver con el mismo entusiasmo. El espíritu nos dirá aquí, “atrévete a nacer de nuevo, a nacer de lo alto. Nace de dentro, abandónate y vive dispuesto a nacer del Espíritu” (cf. Jn 3,8).
Hay quien piensa que si consigue el marido perfecto la amará impecablemente, con todo el corazón, todos los días de la vida. Es bueno no perder ese espíritu amoroso y fiel de nuestra parte, pero hemos de caer en la cuenta que con los años entrará el acostumbramiento, la rutina, y por maravilloso que sea su marido, comenzarás a ver los defectos, las faltas, y ya no estar contenta en todo y por todo. Igual en la vida consagrada y ministerial, en la que al principio todo es disponibilidad y fina atención, no vemos defectos, o al menos no se toman en cuenta, dada la fortaleza del amor y los deseos de los primeros pasos vocacionales, pero con el tiempo y el descuido, nos llega la visión de nuestras impotencias, de los defectos, las incoherencias, las desatenciones en relación con Dios, y entre los mismos que convivimos en la comunidad o en los compromisos ministeriales. Está cerca la desilusión e infidelidad vocacional.
Desde siempre todos somos personas sagradas para Dios, y así también lo hemos de ser unos para otros en el cuidado, en el buen trato, sobre todo con aquellos a los que nos debemos directamente como son nuestros padres, hijos, hermanos, nuestras hermanas (os) de comunidad. Recordamos a Sta Teresa cuando mirando la comunidad dice: “Aquí todas han de ser amigas, todas se han de amar, todas se han de querer, todas se han de ayudar” (CP 6, 4).
Siempre hemos de preguntarnos para volver a ese primer amor y deseo de hacer las cosas bien, ¿qué me hizo comprometer mi vida al amor a otra persona y cómo lo hacía? ¿qué me hizo entrar en el convento, en el seminario, y cuáles fueron esas primeras disposiciones?” Y una y otra vez volverse a ese amor primero, así como nos lo recuerda la Escritura: “Me acuerdo de ti, de la lealtad de tu juventud, del amor de tu noviazgo, cuando andabas tras de mí en el desierto, en una tierra no sembrada” (cf. Jer 2,2). La madurez vocacional espiritual de la persona hace que viva en clave de novia, amando y deseando servir al amado, cuidándole siempre y alimentando ese deseo de amar así continuamente.