Espiritualidad y madurez vocacional

Espiritualidad y  madurez vocacional

-La madurez vocacional
y espiritual es Gradual.
Estamos necesitados de una verdadera vida espiritual que nos ayude a no salirnos del camino del bien. Hoy hay muchos perdidos y fuera del camino del bien en nuestra sociedad y en la misma Iglesia. Todo cristiano debe saber en su corazón que esta perfección de vida es gradual y supone la certeza y paciencia de asumir un proceso dejándose guiar por el mismo Espíritu de Dios “hasta que lleguemos a la plena y completa medida de Cristo.” (Ef. 4,13), supone una formación y purificación de toda la vida. Aceptamos la llamada de Dios para dejarnos formar por Él, ser discípulos suyos y promotores de Su reino. El mismo Señor que nos llama es quien nos va conformando a su imagen en lo que nos va pidiendo. Un dato que no debe faltar para saber dejarse formar es que el que responde a su llamada debe saber que su primera escuela formativa es la misma historia con la que es llamado, y así ha de ser consciente y humilde en aceptar que “no comienza el camino siendo santo, limpio, perfecto”. Debe saber y aceptar que no llega hecho, y por eso entra en formación, no tiene la forma que se requiere para lo que ha sido llamado, y su trabajo, tanto en formación inicial como en la permanente, es el de “dejarse formar y conformar a la figura y estilo del Maestro, del Señor que indignamente le llama, en la vocación, estado y carisma al que le llama, ya sea vida laical o soltería consagrada, vida matrimonial, vida religiosa o ministerial”. En la formación la paciencia, la humildad y obediencia, son los mejores consejeros para dejarse moldear por el Señor en lo que supone vivir cada opción vocacional, siendo conscientes que esta conformación y perfección vocacional irá llegando gradualmente, “a medida que aprendamos a conocer a nuestro Creador y nos parezcamos más a él” (cf. Col 3,10), cada uno en el estado vocacional que tiene.

-El que hace una verdadera
opción por Dios.
Este se distingue de los demás en cuanto que todo lo que hace lo realiza de cara a Dios, es decir mirando, sintiendo, pensando, actuando según lo que Dios le pide, y en bien de los demás. El espíritu que le mueve hace que no se mire a sí mismo, que no busque darse culto y atención a sí mismo, pues le mueve la imagen de Dios que tiene en su corazón y el bien a los demás que Dios le pide hacer. El yoismo-egoismo no aparece porque ha entregado el “yo” a quien ha consagrado la vida. De esta manera se libera de crisis o noches oscuras voluntarias porque el yo no recibe culto, sino Dios y el prójimo, que son la razón de su ofrenda de vida vocacional.
Toda persona debe saber que la mejor vida es la que responde a su opción vocacional con perfección, con rectitud de vida. También ha de saber que la verdadera vida espiritual nos lleva a ver y tratar las cosas desde Dios, y de cara a Dios, y esto supone un proceso lento, paciente, sereno, tranquilo, transparente y comprometido, pero todo con agrado, con alegría y con contento sano. El que se sabe llamado por Dios en la opción de vida que tiene sabe que se forma día tras día, acontecimiento tras acontecimiento, para dar la vida conforme a su Maestro y Señor, y de igual manera su fin es “ser de Dios y para el bien de los demás en lo que le identifica con Dios”. En la sociedad de donde viene el vocacionado la preocupación es formarse para triunfar en la vida, para ser el primero, el mejor, el más grande, el más popular y poderoso, y todo esto de cara al hombre. En la opción por Cristo, en los diferentes estados vocacionales, y para quien lo hace con identidad de consagrado, el más grande es el menor, el que más sirve, el que más se entrega al servicio de los demás aunque él no sea contado, y su felicidad está en esto mismo, en saber que está cumpliendo con alegría y amor lo que el Señor le pide en cada acontecimiento. Recordemos al mismo Señor cuando dice: “Si alguien quiere ser el primero, deberá ser el último de todos, y servidor de todos”; y “si alguno quiere ser discípulo mío, niéguese a sí mismo, cargue con su cruz y sígame” (Mc 9,35; Mt 16,24).