La vida, dicen algunos, es más importante que las ideas. Hay mucha verdad en esta frase. Pero queda incompleta si olvidamos que las ideas configuran las elecciones, hasta el punto de que promueven o destruyen la vida.
Una idea política malévola puede llevar a dictadura despiadadas, como las que provocaron millones de muertes en el siglo XX.
Una idea económica errónea puede promover un sistema social injusto, donde millones de personas queden aplastadas en la “lógica del mercado” sin valores.
Una idea filosófica sofisticada puede difundir un relativismo pernicioso donde al final cualquier mentira ocupa el mismo lugar que la verdad.
Una idea antropológica reductiva puede provocar un colapso demográfico, por ejemplo cuando describe la maternidad como una esclavitud y la anticoncepción como una victoria.
Cada idea que asumimos impulsa a comportamientos concretos. Desde ideas buscamos un trabajo, escogemos una papeleta al votar, nos lavamos las manos y evitamos el colesterol “malo”…
Son también ideas las que promueven la convivencia en una Patria o las que la destruyen con divisiones absurdas. Son ideas las que invitan a la solidaridad hacia los emigrantes o las que los marginan injustamente.
Sí: la vida, al final, puede imponerse sobre las ideas. Pero resultaría dramático que el triunfo de la vida llegase tras enormes males provocados por mentiras sistemáticas, por prejuicios engañosos, por propagandistas de ideas destructivas.
Aunque también puede ocurrir en un mañana no lejano que las ideas que produjeron cientos de bombas atómicas lleven a algunos seres humanos, a través de otras ideas suicidas, a usarlas hasta destruir casi por completo la vida del planeta.
Las ideas tienen una importancia que nunca debemos olvidar. Por eso necesitamos contrastar y detener la difusión de ideas malignas y falsas, al mismo tiempo que estimulamos las mentes y los corazones para que busquen ideas buenas, es decir, verdaderas, justas y bien fundamentadas.