A la “cultura del descarte” debe responder la “cultura de la acogida”. El Santo Padre pidió oración “para que las personas que viven al margen de la sociedad, en condiciones de vida infrahumanas, no sean olvidadas por las instituciones”.
Por Elizabeth Muñoz de Lao
Iván fue habitante de calle durante más de tres años. ¿Qué lo llevó a eso? Detrás de cada persona que vive en las calles y bajo los puentes, hay una historia de dolor que a ellos les apena contar.
Este joven de 30 años vivía con su madre y su padrastro, pero en su hogar solo recibía malos tratos y golpes. A los 18 comenzó a consumir alcohol y de ahí empezó una espiral descendente que lo sacó de su casa para vivir otro calvario, durmiendo en las calles y comiendo lo que podía.
Pero un día, recibió información sobre el programa de adicciones “Toma mi mano”, que se desarrolla en el Centro San Juan Pablo II, un lugar de puertas abiertas que ofrece la Iglesia católica para ayudar a los habitantes de calle.
“Ese programa católico me sacó del alcoholismo. Me ha ayudado a salvar la vida”, dijo Iván. Como agradecimiento al Señor y a quienes lo ayudaron, se involucró en el voluntariado del centro para tender la mano a quienes, como él, sufren la soledad y el rechazo, que es lo único que brinda la calle.
“Lo mío era el alcohol y pichurro, porque llegó la pandemia y bebí alcohol de farmacia (lo que él llama pichurro), Dios estaba ahí conmigo y no me enfermé por tomar eso”, dijo convencido.
Él siente que Dios tenía una misión para él, por eso sobrevivió y hoy, en el Centro, organiza las charlas de los martes y viernes, a las que llegan personas con diversas adicciones.
Iván regresó a su hogar después del fallecimiento de su padrastro, y aprovechó para aconsejar a los jóvenes que no consuman alcohol ni sustancias prohibidas, porque eso lleva a las calles.
En este momento hace labor social y “camarones” para ganarse la vida. Eso sí, no deja de mandar su hoja de vida a las empresas con la esperanza de hallar un empleo estable.
Saben dónde “vivir”
Mientras Iván sigue luchando, Ariel López, director del Centro San Juan Pablo II, especificó que, desde el día uno, la labor del Centro es trabajar por los habitantes de calle, tanto es así que ese término, en lugar de indigentes, lo acuñó López para hacer docencia y concienciar, especialmente, a los comunicadores sociales.
Ser indigente, explica, es una práctica, mientras que ser habitante de calle es una condición.
Son entre 400 y 500 en la capital, según las cifras que maneja este Centro, sin embargo, el censo establece que son unos 300.
En estas instalaciones se reparten entre 400 y 500 platos diarios, sin que repita ninguna persona. A todas luces, estas cifras superan las del censo.
Todo habitante de calle que llega allí recibe charlas, ve películas, reza el rosario y se le da atención grupal y personalizada.
Sus lugares para “vivir” están en Calidonia, bajo los puentes de San Miguel, Santa Ana y Ancón. Estas ubicaciones tienen un porqué: en Santa Ana, la parroquia les ofrece comida; en Calidonia encuentran sitios de reciclaje de lata y otros elementos que ellos recogen para vender; bajo los puentes de San Miguel encuentran protección de la lluvia y el sol, y en Ancón hay áreas verdes.
Los que duermen en cartones y “casitas” es porque ya tienen un nivel de tolerancia muy alta en cuanto al consumo. Eso se da cuando el cuerpo y el cerebro de una persona “piden” consumir más drogas para sentir el primer placer de esa sustancia.
Quienes están en esta situación pasan por diversas etapas. La primera es la dependencia, luego la tolerancia, después la adicción, que ya es una enfermedad y, por último, el síndrome de abstinencia cuando dejan de consumir, que trae consigo efectos físicos y psicológicos.
Al Centro San Juan Pablo II llegan los enfermos por la adicción.
En Panamá, las drogas más consumidas son el alcohol, marihuana, cocaína y piedra, en ese orden. Y he aquí que se da una situación curiosa: pese a que la piedra es la más barata debido a que es la basura que queda de la cocaína, es la que menos se consume. Los adictos se ofenden si se les dice piedreros, pues la mayoría no pasa de la cocaína.
En el Centro no hay requisitos para beneficiarse de los servicios, que incluyen hasta el corte de cabello.
Donantes, la clave
Estos servicios, que tienen un costo de más de 10 mil dólares mensuales, se sostienen por gente de buen corazón que lleva al lugar alimentos, agua, ropa, calzados y dinero, por la providencia de Dios, para atender a unas 150 personas diariamente.
Como no se trata de un albergue, no se labora 24 horas, pero se deja en el portal un tanque de agua para que estos habitantes de calle sacien su sed durante la noche. Esto evita que dañen tuberías para satisfacer su necesidad de hidratarse, informó López.
También se atiende a personas que alquilan su cuerpo para ofrecer un sexo servicio. Esta actividad ha disminuido en las calles, especialmente por parte de las panameñas.
A muchas de las extranjeras que siguen en este quehacer, también se les brinda alimentación, se les hacen las pruebas rápidas de VIH y sífilis, que compra el centro y son aplicadas por personal especializado del voluntariado.
“Aquí viene la población LGTB a la que también se le ofrecen estos servicios. Aquí no se descarta a nadie”, señaló López.
“Yo siempre me he dedicado a la acción social, tengo 25 años de estar trabajando en la calle, en diferentes áreas. El Centro San Juan Pablo II representa la confianza que ha dado el arzobispo de Panamá a un laico para realizar este tipo de acciones. No lo hago por un empleo, sino porque toda la vida he sabido que hay que ayudar diariamente a las personas”, señaló el director del Centro en relación con su labor humanitaria.
“A veces, la gente no rechaza, sino que no ayuda por temor a la reacción de estas personas afectadas por la adicción. En Panamá, la gente es generosa y, en ocasiones, por miedo las descarta”, manifestó.
Él se ha enfrentado a peligros, especialmente cuando pelean y cuando debe llevar heridos infectados de VIH al hospital.
Buenas prácticas
Pero López no se limita a ayudar al prójimo, sino también a proteger la Casa Común.
Por eso denunció ante la Alcaldía de Panamá, el daño en las áreas verdes causado por estos habitantes de calle en las inmediaciones del Cerro Ancón, por lo que se retiraron unas casas improvisadas y se les trasladó a un centro de rehabilitación cristiano evangélico a cargo de las organizaciones Clamor en el Barrio y Rescatados por Su Sangre.
Resaltó que no se les trasladó al Centro San Juan Pablo II porque este no es un centro de rehabilitación ni albergue.