“Mi hijo no confía en mí. Le he dicho que el padre es el mejor amigo, que me diga lo que le pasa, que no tenga miedo, pero… no sé qué hacer. Mucha gente cree que va a conseguir entablar el diálogo con su hijo cuando éste llegue a la pubertad sin haberlo iniciado anteriormente; y, lo que es más grave, cuando han interpuesto entre ellos y su hijo un muro difícil de derribar. Los malos hábitos educativos de los padres como las malas costumbres permitidas a los hijos, no son fáciles de superar.
La amistad, en el sentido estricto, no puede darse entre padres e hijos. El intercambio que la amistad implica solo puede alcanzarse entre pares. El hijo -niño, adolescente o joven- puede llegar a confiar en el padre sus problemas y sus más íntimas experiencias, actitud que no puede darse a la inversa.
El hijo no puede comprender y asimilar los problemas del padre. Padres e hijos no son pares. En cambio, en un sentido amplio, tal amistad posible: el padre puede llegar a ser, si no el “mejor amigo”, al menos un amigo.
El niño debe encontrar en él al primer amigo pues es su confidente natural. Es la primera persona en que el niño confía, pero porqué, en la mayoría de los casos, eso no sucede al llegar el niño a la pubertad si no antes? Podemos pensar que la oposición entre dos personalidades –una ya hecha, la otra en formación-, que la tensión entre la autoridad y la libertad, hacen imposible que el padre sea el confidente natural de su hijo adolescente. No lo creemos imposible, pero, como todos los problemas humanos, tampoco lo consideramos fácil.