Flor Ortega
La Resurrección de Jesús, dogma central del catolicismo, es el cumplimiento de su promesa, hecha antes de su pasión y muerte y desvela a los hombres su naturaleza divina. Así lo corrobora la afirmación de San Pablo cuando dice: «Si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación; vana también es vuestra fe» (1 Cor 15,14).
La pandemia mundial del COVID-19 nos ha puesto de manifiesto la vulnerabilidad del ser humano y, cuestionado nuestra relación con Dios. La crisis sanitaria mundial, con su espectáculo de dolor y muerte, es un llamado a estar preparados como la parábola de las novias prudentes, del Evangelio de San Mateo 25, 1-13, en el que predomina la urgencia de tener una actitud a estar preparados.
El misterio de la Resurrección no es un rito que hay que celebrar y cumplir; es una experiencia de fe personal, concreta, que pasa por la duda, la oscuridad, el dolor, etapas que nos llevan al descubrimiento y reconocimiento auténtico y radical de la acción de Dios en nuestras vidas continuamente y en la humanidad. Por eso, Chiara Lubich dice que el cristiano está llamado a vivir su Pascua cada día.
En este momento, el mundo está sobrecogido; vive un período particularmente difícil. Por primera vez, en la era moderna, el ser humano, acostumbrado a controlarlo todo, no tiene ya esa capacidad; no puede anticiparse a los acontecimientos; el poseer bienes materiales que le daban el poder, ya no le sirve de mucho. El dolor, la incertidumbre ante lo desconocido nos habla de nuestra fragilidad; frente a ese panorama empezamos a redescubrir el mundo en el que estamos y nuestra acción en él; a valorar el tiempo y a las personas; a observar la belleza de la naturaleza que nos rodea, incluso a decodificar su lenguaje místico; a reconocer la acción y la presencia de Dios en los pequeños detalles; en la propia vida. Cada uno, ante los acontecimientos está viviendo su propio viacrucis.
Los evangelistas Mateo (28, 1-20), Marcos (16, 1-20), Lucas (24, 1-53) y Juan (20,1 – 21,25), narran la Resurrección del Señor Jesús, experimentando el desconcierto frente a la tumba vacía; también a los apóstoles les tomó tiempo reconocer que Jesús resucitaría de entre los muertos como Él se los había anunciado. Y Jesús tuvo paciencia y se los fue revelando en diferentes momentos.
También a nosotros, Dios se nos revela en los acontecimientos.
Este momento de oscuridad, de sufrimiento que vivimos en el mundo, como en la resurrección de Lázaro, también hoy, afirma el Santo Padre Francisco, Jesús nos repite: «Quiten la piedra». Dios no nos ha creado para la tumba, nos ha creado para la vida, hermosa, buena, gozosa, a pesar de que «la muerte ha entrado en el mundo por envidia del diablo» como dice el Libro de la Sabiduría, y Jesucristo ha venido a liberarnos de sus ataduras.
En el V domingo de Cuaresma, el Papa Francisco invitó a los fieles a dejar que Dios viva en cada uno, señalando que “El Señor nos pide que quitemos estas piedras de nuestros corazones, y la vida entonces volverá a florecer a nuestro alrededor. Cristo vive, y quien lo acoge y se adhiere a Él entra en contacto con la vida. Sin Cristo, dijo el Papa, o fuera de Cristo, no sólo no hay vida, sino que se vuelve a caer en la muerte”.
Repitiendo las palabras de Jesús en Juan 11:25-27 “Yo soy la resurrección y la vida…”, el Papa urgió a los hombres y mujeres de todo el mundo que hoy están apesadumbrados y sin esperanza, por los acontecimientos: ¡Tengan fe! En medio del llanto sigan teniendo fe, aunque la muerte parezca haber ganado. ¡Quiten la piedra de su corazón! Dejen que la Palabra de Dios devuelva la vida donde hay muerte”.
El misterio de la Resurrección de Jesús es también el misterio de la vida de cada uno. Por eso, no es solo un tiempo litúrgico, el más importante, es un camino que hacemos, con la certeza de que Dios está a nuestro lado; de que su presencia es luz para hacer que renazca la esperanza, para transformar el interior de hombres y mujeres, llamados a testimoniar, con la vida, que somos, como señala el Génesis (1,27) imagen y semejanza de Dios, porque tenemos un alma espiritual, y por ella le reconocemos y estamos en comunión con el Creador.