La santidad se alimenta y expresa en la oración constante

La santidad se alimenta y  expresa en la oración constante

P. MIGUEL ÁNGEL KELLER, OSA 

Dice San Agustín que la oración es hablar con Dios y la compara con la respiración de la fe. Si yo estoy vivo, respiro; cuando dejo de respirar, me muero. Y del mismo modo, si tengo fe, oro; cunando dejo de orar es que no tengo fe o se me está muriendo. Otra gran santa orante, Teresa de Ávila, compara también  la oración con el diálogo que expresa y alimenta la amistad, pues la oración es «tratar de amistad estando muchas veces a solas con quien sabemos nos ama».

Francisco dice por eso “que la santidad está hecha de una apertura habitual a la trascendencia, que se expresa en la oración y en la adoración. El santo es una persona con espíritu orante, que necesita comunicarse con Dios. Es alguien que no soporta asfixiarse en la inmanencia cerrada de este mundo, y en medio de sus esfuerzos y entregas suspira por Dios, sale de sí en la alabanza y amplía sus límites en la contemplación del Señor. No creo en la santidad sin oración, aunque no se trate necesariamente de largos momentos o de sentimientos intensos” (Gocen y alégrense, GE 147). 

Orar no es simplemente rezar, ni requiere hablar mucho “Para todo discípulo es indispensable estar con el Maestro, escucharle, aprender de él, siempre aprender. Si no escuchamos, todas nuestras palabras serán únicamente ruidos que no sirven para nada…” Ante el Señor Jesús tengo que preguntarme : “¿Hay momentos en los que te pones en su presencia en silencio, permaneces con él sin prisas, y te dejas mirar por él? ¿Dejas que su fuego inflame tu corazón? Si no le permites que él alimente el calor de su amor y de su ternura, no tendrás fuego, y así ¿cómo podrás inflamar el corazón de los demás con tu testimonio y tus palabras? Y si ante el rostro de Cristo todavía no logras dejarte sanar y transformar, entonces penetra en las entrañas del Señor, entra en sus llagas, porque allí tiene su sede la misericordia divina” (EG 150 y 151).

Pero este diálogo con Jesús no es una evasión de la realidad, del mundo, de la gente. Ni menos aún de la vida y de la historia. “La oración, precisamente porque se alimenta del don de Dios que se derrama en nuestra vida, debería ser siempre memoriosa. La memoria de las acciones de Dios está en la base de la experiencia de la alianza entre Dios y su pueblo. Si Dios ha querido entrar en la historia, la oración está tejida de recuerdos. No solo del recuerdo de la Palabra revelada, sino también de la propia vida, de la vida de los demás, de lo que el Señor ha hecho en su Iglesia. Es la memoria agradecida de la que también habla San Ignacio de Loyola en su «Contemplación para alcanzar amor», cuando nos pide que traigamos a la memoria todos los beneficios que hemos recibido del Señor. “Mira tu historia cuando ores y en ella encontrarás tanta misericordia. Al mismo tiempo esto alimentará tu conciencia de que el Señor te tiene en su memoria y nunca te olvida. Por consiguiente, tiene sentido pedirle que ilumine aun los pequeños detalles de tu existencia, que a él no se le escapan” (EG 153).

Porque también se puede pedir. “La súplica es expresión del corazón que confía en Dios, que sabe que solo no puede. En la vida del pueblo fiel de Dios encontramos mucha súplica llena de ternura creyente y de profunda confianza. No quitemos valor a la oración de petición, que tantas veces nos serena el corazón y nos ayuda a seguir luchando con esperanza. La súplica de intercesión tiene un valor particular, porque es un acto de confianza en Dios y al mismo tiempo una expresión de amor al prójimo. Algunos, por prejuicios espiritualistas, creen que la oración debería ser una pura contemplación de Dios, sin distracciones, como si los nombres y los rostros de los hermanos fueran una perturbación a evitar. Al contrario, la realidad es que la oración será más agradable a Dios y más santificadora si en ella, por la intercesión, intentamos vivir el doble mandamiento que nos dejó Jesús. La intercesión expresa el compromiso fraterno con los otros cuando en ella somos capaces de incorporar la vida de los demás, sus angustias más perturbadoras y sus mejores sueños. De quien se entrega generosamente a interceder puede decirse con las palabras bíblicas: «Este es el que ama a sus hermanos, el que ora mucho por el pueblo» (2 M 15,14) (GE 154).

La lectura orante de la Biblia y la participación en la Liturgia de la Palabra alimentan y expresan la oración, la fe y la vida, preparándonos para la santidad, la comunión con el Señor.