Guadalupe García/Rel
A veces pasan cosas malas. A veces les pasan cosas malas a personas que conocemos. A veces nos pasan cosas malas a nosotros.
A veces esas cosas malas son consecuencia de malas decisiones o acciones, podría decirse que “nos las buscamos”. Otras veces no, nos pasan, aunque hayamos sido prudentes, como consecuencia de las acciones de otros o porque pasan y ya está, sin que podamos explicárnoslas.
Puede ser cualquier cosa: una enfermedad que no sabemos cómo ha llegado, como el coronavirus que tenemos tan reciente y tan presente; un accidente de coche que no hemos provocado pero sí sufrido; la pérdida del trabajo sin haberlo visto venir; la avería del coche que necesitamos todos los días para ir a trabajar o para llevar a los niños al colegio y que nos parte por la mitad; la muerte repentina e inesperada de alguien que era el sostén de toda una familia, puede que de la nuestra, o de una persona con toda la vida por delante: un joven o un niño.
Pueden ser muchas cosas de distinta importancia o gravedad. Y estas cosas malas pueden acabar ahogándonos, porque las consecuencias suelen ser muy gordas y complicadas.
Ante algo así es humano desanimarse, ponerse triste, perder del todo la alegría, enfadarse, rebelarse, deprimirse, mandarlo todo a freír espárragos. Es humano cuestionar a Dios, preguntarle cómo ha podido permitir eso, en qué porras estaba pensando para mandarnos algo así… Es perfectamente comprensible y Dios más que nadie lo entiende porque Él es el fabricante y sabe cómo estamos hechos. Así que tranquilidad: podemos perder los papeles con Él, que no se va a asustar. Y mucho menos nos va a dar la espalda, aunque le digamos de todo, que también nos puede pasar en un momento de mucho dolor o angustia. Él por su parte no nos va a abandonar, ¡es nuestro Padre, es Papá Dios!
¿Y nosotros, qué vamos a hacer? Ante una situación desesperada, desgarradora, cualquiera de nosotros incluso siendo creyente y hasta de misa diaria podría reaccionar, simplificando mucho, de 2 formas opuestas: acercándonos más a Dios o apartándonos de Él. Eso dependerá de lo mucho que nos duela, de lo poco que comprendamos y de la salud de nuestra fe.
Desde mi experiencia personal, pues, me atrevo a decir que pase lo que pase, por terrible, horrible, espantoso, aborrecible, abominable, atroz, horroroso, angustioso, desagradable, desesperante, desolador, lamentable, desgarrador o tremendo que sea lo que nos pase o por muy repugnante, deleznable, execrable o monstruoso que sea lo que otros nos hagan, nada nos separará del amor de Dios si nosotros no queremos.
No es agarrarse a un clavo ardiendo, no es salvar la situación a la desesperada, no es perder el sentido de la realidad: es una certeza que procede de la confianza total y absoluta en Dios que nos da la fe. Dios nos regala la fe en primer lugar y una vez que Dios nos la da es tarea nuestra mantenerla viva, alimentarla y hacerla crecer.
Y esta confianza total en Dios nos mantiene a flote en medio de las dificultades, cuando todo parece ir tan mal que sólo queremos meternos en un agujero y no salir hasta que las cosas se arreglen.
Podríamos decir que si Dios realmente nos ama no permitiría que sufriéramos. Pero ese planteamiento es erróneo porque es un planteamiento humano. Dios no piensa como los hombres, su lógica no cabe en la nuestra. Y el sufrimiento del hombre no lo quiso Dios, entró en nuestra vida con el pecado original. Pero me estoy desviando del tema. Nada puede separarnos del amor de Dios si nosotros no queremos.