Si estás en un grupo juvenil o eres miembro activo de alguna pastoral en tu parroquia, probablemente tengas amistades que al igual que tú pertenecen a este grupo y comparten la fe en actividades, retiros, convivencias, formaciones y en la Santa Misa.
Tener este vínculo de amistad que, además de la unidad busca establecer una relación de fraternidad que trabaje por la santidad, es un regalo de Dios y es hasta cierto punto bastante sencillo de llevar cuando ambos tienen los mismos ideales. Pero, ¿qué pasa con aquellas amistades del colegio, la Universidad o hasta del trabajo que no tienen la mirada fija en Jesús? Aquellos que se llevan bien contigo, pero que no comprenden por qué de pronto iniciaste un camino diferente al de ellos y estás buscando una conversión de fe. ¿Podemos evangelizar a estos amigos? ¿O resulta más cómodo dejar todo así y dejar que ellos sigan su camino?
Muchas veces no queremos ser agentes de cambio con nuestros más allegados por miedo a crear diferencias o problemas si ellos no quieren escuchar o abrir su corazón al Señor. Sin embargo, aunque esta mentalidad es la más común entre los jóvenes, debemos ver más allá de lo que se hace sencillo y asumir nuestro rol de cristianos católicos evangelizadores, a lo que nos llama Jesús día a día y ser agentes multiplicadores de la Buena Nueva que recibimos cada semana en la Eucaristía y a diario en las lecturas y cuando oramos. Se trata de empezar con el mismo testimonio de vida. Irradiar la alegría de ser cristianos y dar el modelo base de comportamiento con nuestros modales, actos solidarios y actitud amable harán que nuestras amistades vean esa luz en nuestro ser y probablemente empiecen a cuestionar de dónde sacamos esa alegría para ser personas que siempre están dispuestas a servir.